miércoles, 14 de diciembre de 2016

Engendros y Fantasmas - FLORENCIA VALENTE Y MARTÍN KOLODNY - San Fernando

           Gonzalo y Marisa. Ahora puedo decir que fueron dos engendros del Diablo, pero en aquella época me parecían tiernos.

Me crié en San Fernando. El agua, las islas, los barcos, el rugby, los asados, la vida bien. Tuve cuatro hermanos: Angélica, Evangelina, Gonzalo y Martín. Todos fuimos alumnos del San Martín de Tours y la plaza Mitre fue nuestro lugar de juegos al atardecer. Así fue hasta que papá murió.

Evangelina fue la primera en volver a la prehistórica casa de mi abuela, en Alsina y Sobremonte. Tenía dos pisos. Arriba, las habitaciones de todos; abajo, cocina, comedor, dos baños, un living inmenso y el “cuarto de los juguetes”; atrás, el patio con la pileta y, del otro lado de la medianera, el hogar de ancianos “San Remo”. Durante nuestra niñez, ese asilo fue la imagen de lo lúgubre: oscuro, descuidado, con baldosas grises de granito en todo el pasillo e inmensas puertas de hierro oxidadas con vitrales gastados. Entre los viejos que vivían ahí estaba Leonor, una señora de mediana edad que caminaba con un bastón amarillo y siempre se paseaba en bata. Era una de las pocas afortunadas que día por medio recibía visitas. Marisa llegaba siempre puntual: a la una y cuarto, cruzaba el portal del frente como un rayo y esperaba en el fondo de la propiedad que oficiaba de jardín a Leonor Galaretto. Charlaban durante horas. A veces jugaban al chinchón, otras leían en voz alta frases de Shakespeare y, en ocasiones, bailaban algún tema de Los Wawancó. Siempre se despedían con un abrazo que duraba como dos.

Nosotros, los cinco hermanos Howard, no podíamos evitar espiar ese ritual. Chusmeábamos desde el escalón que construimos para poner nuestros ojos a la altura necesaria para convertirlos en testigos de esa afectuosa relación.

Marisa era una linda piba, aunque más histriónica de lo que mi preferencia soporta, pero simpática y agradable. Gonzalo era introvertido y excesivamente correcto en sus modales. Era travieso, pero tenía límites bien autoimpuestos. Martín siempre lo molestaba diciéndole que era adoptado porque los demás Howard éramos unos verdaderos incivilizados a pesar de la educación formal que se nos proveía. María y José. ¿Podés creer que nuestros viejos se llamaban como los de Jesús? Pareja ejemplar: atléticos, bellos, jugaban al bridge, iban al club cada domingo. Mi familia era una verdadera institución en el San Fernando Rugby Club, donde mis hermanos se entrenaban y los demás hacíamos sociales. Era prácticamente inviable que alguno de mi estirpe se mezclara con los que vivían traspasando el límite de la civilización. Quienes no llevaban uniforme cuadrillé para ir al colegio estaban fuera de nuestro radar. Marisa vivía en el barrio Ferroviario. Lo supimos una vez que Gonzalo se escapó de casa para seguirla. La primera vez que mi hermano la había visto se le dilataron las pupilas más de lo normal y entonces supimos que le gustaba.

Una mañana de abril de 1991, papá lavaba el auto en la puerta. Nosotros jugábamos a su alrededor, entre la manguera y los baldes. Se acercaba la hora de la visita de Marisa y vimos como Gonzalo, que tenía entre sus manos “El Principito” de Antoine de Saint Exupéry, aprovechó para sentarse en el escalón de la fachada del “San Remo”. Ella se topó con él, bajó la mirada y le dijo con suavidad: -¿Me dejarías pasar, por favor?-.Y ahí vimos el chispazo, casi que lo escuchamos resonar: Gonzalo y Marisa se habían enamorado. A partir de ese día, el ritual de espiar a Leonor se convirtió en pispear la interacción de los tortolitos. Mi hermano siempre esperaba a Marisa sentado en el escalón con un libro distinto. Ella llegaba corriendo a besarlo, eran dos idiotas. Pasaron los meses, llegó la primavera y el vínculo se volvió formal. Gonzalo y Marisa hicieron las presentaciones pertinentes. Mamá la odiaba y disimulaba pésimo cuando la saludaba torciendo la comisura de los labios hacia la izquierda, en falsa sonrisa. A papá, en cambio, le era indiferente. Para los demás, Marisa era un ser extraño, objeto de análisis constante por sus características tan alejadas de nuestra cotidianeidad. Era de un barrio bajo, su papá era alcohólico y su mamá la había abandonado cuando era bebé. La había criado su abuela, Leonor.


En diciembre del año en que Gonzalo y Marisa habían empezado a salir algo ocurrió. Mi hermana menor, Angélica, desapareció en la tarde de Nochebuena. Había estado jugando en la casa de los Barragán desde el mediodía y Martín debía pasar a buscarla por el chalet de tres pisos que ostentaban los chicos más lindos del barrio, en la calle Pocitos, casi en la esquina de Urquiza. Mamá había sido clara:
—No te vayas a olvidar, Martín, por favor. Pasá a las cinco porque después se van y no quiero que tu hermana sea una carga.
 Martín, el obediente, era mi único hermano de pelo castaño entre los Howard rubios. Llegó puntual, tocó el timbre y mi hermanita salió a su encuentro. Empezaron a caminar de la mano por Díaz para llegar a la avenida Irigoyen y pegarle derecho hasta Sobremonte, pero a la altura de Urcola, mi hermano escuchó una voz que lo llamaba. Creyó reconocerla. Era Marisa. Le preguntó si iba para la casa. -No-, dijo ella y le explicó que sólo hacía un mandado. Se le acercó, lo besó y se fue. Por un momento, Martín quedó shockeado, pero le devolvió el beso. Ninguno de los dos se atrevió a soltar la más mínima palabra. En menos de cinco minutos, ella giró sobre sus pasos y se alejó y el boludo perdió de vista a mi hermana, con los ojos pegados a la pollera fucsia de Marisa. Al notar que Angélica ya no sostenía su mano, empezó a gritar su nombre al tiempo que repetía en su cabeza el discurso que tendría que inventarle a mi mamá. No podía contar la historia cómo había sucedido. Caminó desesperado en círculos y luego de dos horas sin resultados, no le quedó más remedio que regresar a casa a enfrentar la situación.

Continuará...

lunes, 12 de diciembre de 2016

Otra noche en Jesse Joyce - GISELLE ARONSON - Haedo

En 15 minutos va a ser la medianoche y, aunque sé que estoy llegando una hora más tarde, también sé, por lo mismo, que voy a llegar temprano.
Desde el vidrio delantero del remise ya se ven las luces de Jesse Joyce, el nuevo megaimperio de la movida literaria tropical: neones alrededor de la fachada y, de la terraza, dos haces jolivudenses de luz blanca atraviesan el cielo de la noche de Haedo y se pierden en el abismo y en la vista.
Le pago al remisero y veo que ya se formó cola en la puerta. Las noches de los viernes son de los de treinta en adelante y esa es la edad promedio de los que esperan su turno para entrar.
A cada lado del portón, dos profesores de letras me hacen las preguntas de rigor: quién escribió el Quijote y quién El entenado. Acredito mi aptitud para entrar y, cuando los profes me abren paso les suelto: “igual venía a leer, chiquis”. Todos nos reímos.
Adentro, el boliche está a medio llenar. Desde la barra, Flor, la anfitriona, me hace señas y voy a su encuentro. Nos abrazamos, me cede su trago y me acompaña al vip. Allí me reúno con el resto de los lectores de la noche. Acordamos las ubicaciones de cada uno. Me asignan la tarima a la izquierda del escenario.
Mientras esperamos la hora indicada, conversamos con mis compañeros de show sobre las novedades editoriales e intercalamos con rumores del ambiente. Es sencillo, nos conocemos todos y lo que no se sabe, se intuye. Y si no, se inventa, que para eso somos escritores.

Todos consensuamos no mencionar al maestro: ni su nombre, ni su apellido ni nada referido a su obra. Flor nos avisó que hace varios fines de semana, entre la gente, se esconden sus abogados y su viuda. Nos asombramos, no sabíamos de las costumbres trasnochadoras de la señora. Dice Flor que están atentos a cada lectura, no se pierden una palabra. Que han llegado a cuestionar la aparición de vocablos como laberinto, espejos, tigre, biblioteca. Que nunca, hasta ahora, reaccionaron ante esas palabras pero que tenemos que ser muy cautos con respecto a su nombre, el título de alguna de sus obras, algo así.

Continuará...

viernes, 9 de diciembre de 2016

Camino Negro - DIEGO X - Camino Negro

Minutos antes de morir Carlitos me había dejado un número de celular. Podríamos decir que lo escribió con sangre en su brazo derecho en un código intrínseco, pero ya estamos cansados de eso; o que me lo dijo en arameo antiguo y al revés, pero quién se cree ese tipo de historias. Ya lo sé, todos alguna vez compramos un poquito de eso y otro poquito de algo peor. Basta de mentiras. Violines: Carlitos afirmó antes de expirar: “Es el número de Dios, llamálo”.
Pasó un mes hasta que me decidí a llamar al número que me dio Carlitos, un poco  porque  soy ateo y otro porque no me olvidaba del sentido de humor de Carlitos. Sin embargo, Carlitos ya no  podía reír de mí. Entonces, llamé:
—¿Hola? ¿Dios? 
—¿Quién te dio mi número? 
      —Carlitos, el pibe de la moto, el que lo atropelló un remisero.
      —¿Quién? ¿Qué moto? 
Yo había pensado que tener el celular de Dios era una ventaja enorme para un contrabandista como yo.   Corté. Tenía que trabajar y no iba estar perdiendo el tiempo con un tipo que no se acuerda de su propia gente, quién le dijo que abarque más de lo que puede.

La mudanza fue placer. Era ver las sillas caer en paracaídas, el aterrizaje de las mesas y sus alas replegables, la heladera tele-transportándose sola hasta la caja del camión. La cocina ala delta, el microondas aerostático y los libros que se abrían y volaban y se posaban unos sobre otros, ordenaditos; las ropas que se vestían de personas invisibles y se metían obedientes en las bolsas de residuos. Qué tengo que contarles de los platos voladores que habían aprendido a volar hace tiempo, y las sábanas fantasmas que nunca asustaron a nadie. Las bicicletas y los ventiladores; no necesitaron el menor esfuerzo. 
Doblamos la casa y la metimos en el camión. Lo difícil fue cerrar la puerta de la casa, porque cerrar la puerta en asuntos de mudanza, es, un cerrar la puerta para siempre. Un “no olvidarse nada”, una escalera que sólo sirve para bajar, un seleccionar Recuerdos, dejar algunos, y llevarse otros. Pero lo bueno de los Recuerdos es que entran en cualquier parte. 
Siempre el que apaga la luz, el que gira por última vez la llave en la cerradura se enfrenta a esa clase de tribulaciones. Y cuando todo está listo, alguien grita: “Yo cierro, quiero ir al baño”. Esa persona, ese papel, siempre ha sido reservado para mí. 
Y acá estamos, clavados en Camino Negro, un viernes a las seis y media de la tarde, en lo que llamaremos un “embotellamiento premeditado”. Todavía masticaba el Recuerdo que me tocó al cerrar la puerta, y apareció la primera ambulancia que pedía permiso, como piden permiso las ambulancias, con las sirenas a full y poniendo la trompa. Y la solidaridad de dejarla pasar, y el pistero que se abre paso detrás, que “no llevan a nadie”. Después, no perder un solo centímetro del territorio ganado, esa lenta carrera contra nosotros mismos. Botellas vacías. Otra ambulancia, y después otra. ¿Están pensando lo mismo que yo? Estas ambulancias no llevan ningún herido y ni van al rescate de ningún accidente. Pero las botellitas vacías se abren como si viniera Moisés huyendo de los muchachos de Egipto. Y un mar Rojo de botellas…
Yo no vengo de acá nomás, mi trabajo es así, hay que patear y patear por todo el conurbano buscando Recuerdos. Un secreto: generalmente, los encuentro en los geriátricos y en los velorios, ahí los compro por nada, aprovecho que la gente está confusa y vulnerable. También los barman de las cantinas de las estaciones de trenes, me pasan data de algún desesperado que necesita guita porque se la gastó en chupi o se la tomó toda. Éstos, en general son buenos Recuerdos, aunque algo difusos y atormentados, pero son baratos. Y después hay que venderlos,  y vender Recuerdos no es como vender falopa. Si te agarran vendiendo Recuerdos te dan perpetua, y encima en la gayola te tratan peor que a un violador.
Desde que la turra de Chiche es gobernadora y mandó el decreto ese, el precio del Recuerdo subió más que el dólar y la situación se puso tensa, están todos paranoicos. Por eso a veces hago alguna mudanza (como ésta) y con carpa me llevo algunos Recuerdos para Guernica. Hoy vengo de San Isidro, crucé todo Buenos Aires por Camino de Cintura mirando de reojo la Capital (donde hay pena de muerte por traficar Recuerdos) De norte a sur, y aquí estamos, viendo pasar ambulancias en Camino Negro, y encima nos cayó la noche.
El problema es que los Recuerdos se despiertan por la noche y pierden valor cuando se abren antes de tiempo. Son como huevitos de seda, para que me entiendan. Se van abriendo como en retazos; éstos que tengo acá, son de lluvia, de ser sorprendido por un aguacero en la costa de San Isidro, de sexo en los balcones, de barcos que tiritan camino al Uruguay. Los Recuerdos del Norte suelen ser siempre ideales, con final de sonrisa abierta, con la sensación orgásmica mirando al techo. Un sonido perfecto, una banda que toca, un baño limpio. Una rubia de rodillas… En el Sur los Recuerdos se imponen, aparecen en la sombra de los semáforos, en el miedo de un camino negro. Cada esquina es una pequeña batalla; en cada esquina hay una lucha con el olvido, y por eso en Villa Paris o en Gendarmería, los Recuerdos valen más que nada en el mundo. Ya no vienen con lluvia si no con frio. Una pareja abrazándose en la estación de Alejandro Korn. Un frío insobornable. Son Recuerdos de fiesta turbia, de reservados, de vómitos, de no saber cómo volver a casa, de algo qué pasaba en el baño de mujer. Son así, el Recuerdo del Sur es diáfano, como onírico…, uno no está seguro de que haya ocurrido alguna vez. Unas líneas que tú amiga hace sobre tu vientre sinuoso, y que aspiro como un tren que pasa un puente y desaparece. En el Sur, no hay estrellas ni barcos lejanos que saludan indiferentes. En el Sur todo te mira fijamente a los ojos, lo bueno y lo malo viene en el mismo vaso, en esa misma bolsa, sin parpadear. En el Sur la gente espera en los andenes, sin saber si son ellos los que esperan, o es el vago Recuerdo de que alguna vez estuvieron allí.
Ahora una lancha de la yuta de Chiche se nos puso atrás, guardé rápido los Recuerdos en la guantera. A simple vista, no son nada, son invisibles, se ponen en frasquitos, pero si se agitan un poco o se abren, ahí sí, uno empieza a recordar. Recuerdos ajenos. Y ahí está el porqué, uno recuerda cosas que nunca vivió, y que tal vez, nunca vivirá.
 Salvador (que manejaba) apagó el porro y me miró impasible, como si ya estuviera acostumbrado a situaciones como estas. El patrullero se nos coló atrás, como si una soga invisible lo tuviera amarrado a la F-100. Sin ningún descaro ni disimulo; estaba seguro que el pajarraco del barman le batió a la yuta. Los Recuerdos que traíamos no eran moco de pavo, eran Recuerdos inéditos (los más cotizados en el mercado), ya que son de personas que han padecido alguna especie de amnesia, y que  nadie puede reclamarlos. En definitiva, teníamos un dineral.
En ese momento, miré el celular y se quedaba sin batería. Decidí llamar a Dios una vez más. ¡De algo tenía que servir tener el celular de Dios!
—Hola, Dios. 
—¡Otra vez! 
—Discúlpame que te colgué hace un rato, es que te noté poco predispuesto al dialogo. Estoy acá en Camino Negro y te quería consultar, tenemos una lancha atrás, tal vez, vos, me podrías decir qué hacer… 
—¿Camino Negro? —el tono de Dios era realmente para mandarlo a la mierda. 
—Argentina, Maradona, ganadores de Oscar. 
—Ok. La ironía del escéptico. 
Me colgó.


Continuará...

lunes, 5 de diciembre de 2016

Realidades - ESTEBAN DILO - La Plata

El 202 no venía y yo estaba perdiendo las ganas esperarlo. Pero, como siempre, esperé un poco más, igual no aparecía, igual me quedé a esperarlo. Siempre pasaba lo mismo, mi inseguridad por irme y que pase el muy forro me dejaba clavado en la esquina, tibio, gris o simplemente como un pobre pelotudo pobre.
Me puse a leer las propagandas que estaban pegadas en el poste de luz y entre tarotistas y electricistas una frase se coló entre mis pensamientos cotidianos:
«Sea realista… pida lo imposible. 0-800 realidad»
Me quedé mirando el número y por un segundo toqué el celular. Después recordé que lo imposible lleva más realidad a mi vida que lo que verdaderamente vivo y marqué el número. Sonó una vez y me atendió una dulce voz que habló de corrido.
—Muy buenas noches, bienvenido a Sea realista, pida lo imposible. ¿Cómo va su día, Gastón? —me quedé esperando que la máquina repitiera la frase pero me volví a quedar mudo.
—¿Gastón… está ahí?
—Eh, sí. —No le pregunté cómo sabía mi nombre para no caer en otra parte tibia mía.
—Usted llamó, usted me dice. ¿Por qué se comunicó con nosotros?
—La verdad porque el 0800 es gratis, pero la realidad es que me llamó la atención la frase, y yo últimamente…
—Sí, ya lo sabemos, anda padeciendo la realidad. Le comento rápido cómo es esto: en la época 2.0 no podemos ofrecerles lámparas árabes a todas las personas que queremos ayudar y, por eso, como todos tienen el acceso al teléfono podemos darle la oportunidad que pida lo imposible.
—¿Y la parte de ser realista?
—La parte de la realidad se la dejamos a los clientes, nosotros no nos metemos en esas cosas por un tema de acelerar el proceso de la concesión imposible.
—Y hablando de lámparas, ¿cuántas cosas puedo pedir?
—Una, la realidad es una sola, Gastón. Solo depende del ojo del cliente.
—Hmmm, está bien. —Me reí por dentro, estos enfermitos deben tener una cámara oculta o tienen una base de datos básica que desean ampliar con pelotudos como yo. —Algo imposible para mí hoy en día sería ver a mi tío Pocho.
—Usted entiende que su tío Pocho está muerto ¿verdad?
—Claro, por eso se lo pido.

Continuará...

viernes, 2 de diciembre de 2016

Matar a Lucía - LUIS PALACIOS - Valentín Alsina

Si vieras mi cara como una catarata de recuerdos ansiosos. Si mis deseos ya no se fueran con vos. Si mi amor fuera como el tuyo, como ese cuerpo incendiado en el penal, ahogado por los colchones en llamas. Si tus luces fueran los imanes de mis luces. Si la mortaja de mis noches ya no estuviera tejida de rituales espesos. Si la crucifixión de la impostura fuera hecha de tus clavos. Si tu boca no fuera tan esa boca. Si mis cruces fueran los imanes de tus luces. Si el acontecer del tiempo por fin se sometiera a nuestras tensiones percepciones. Si nos anudáramos cinco minutos más, si nos miráramos cinco minutos más. Si esa claridad masticable ya no naciera de mi necesidad. Si tanta magia ocurrió, otra tanta nos llevara al mañana. Y el espejo, lejos.
Aislado tres días, tres días fuera de toda concepción, tres días con el pulso en el mundo y mis vuelos al ras de una sensibilidad inaccesible, arenosa. Se va desmoronando a medida que mi aliento la sobrevuela y es cuando vuelve a tomar una forma novedosa. Entra a los estados como un guante, adecuándose integralmente aun llevando a la superficie esa delgada incomodidad que dibujaba la escena del tipito distinguido en un concierto de vulgaridad. Hay lugares donde la belleza resulta tan ridícula, que necesitas mutarte alrededor del todo para transformar el instante.  Y los castillos se reconstruían cada vez que la Lucia hacia bailar las zapatillas con las piernas cruzadas. Adoraba esa cara al cielo y el reflejo de los anteojos en el cielorraso, me hacia abandonar tajantemente la búsqueda de significado de las cosas.
Jamás pude ver cuando empezaste a tener miedo de entrar a mi casa. Jamás medí los hechos en variables de vulnerabilidad pero supe hacerla un buen argumento. Todavía siento los rastros de aquellas noches de Caín y Abel, noches en que a la dualidad le crecen los colmillos y te identificas tan intensamente con tu pasado. Pero estas cosas pasan cada mucho tiempo, eso de que un mundo nuevo crezca geométricamente sobre las ruinas de otro semidestruido y decadente, ridículamente bíblico. Quien se animaría a soportar temblores semejantes. Jamás pude ver cuando empezaste a tener miedo de entrar en mi casa. Se que al abdicar se ciñen otro tipo de coronas, de las que aprietan donde las revoluciones parten. Se que pensarías que es triste pero cuando siento que nada puede quebrar la monotonía, tus latidos me salvan, aquellos que destellan al borde de la mesa verde. Hay algo de ese momento que ha hecho una impresión genética en mi campo visual, y para esquivar el frío bisturí de tu silencio tuve que volverme el silencio mismo. Jamás pude ver cuando empezaste a tener miedo de esta casa.
Noche de dominante en superchería, puedo acomodarme en lo elástico de esta noche. Ir estirando, forzando la piel de látex, someterla a una presión tal que no hay posibilidad de no ver lo que hay del otro lado. Ese mismo, es el efecto que me producía el mirarte. Se que sos la excusa perfecta para manipular mi pasado hasta volverse a mi favor. Jamás olvide cuando me habías dicho que el día que leas de mi algo feliz vos también lo ibas a estar, y capaz que haya charcos que necesite empezar a saltar. Me mirabas en el colectivo y decías que no sabias porque me besabas, que no eras así. Yo nervioso, no podía pensar, mis pensamientos suelen ser algo a lo que recurro cuando percibo el reflujo de mi propia residualidad. Jamás entendí nada en realidad y la presencia de magia es inversamente proporcional al porcentaje de lógica con que cargo el tiempo. Hacia calor ese día, las verduras en la bolsa de mercado acompasaban nuestro poderoso vaivén. Hacia tiempo que sabia que me ibas a asustar, pero no con ese caudal perturbador de claridad, esa que ahí bailando un bolero mecánico me definía como una pequeña lejanía de la realidad, como el primer bostezo de la mañana, ese de despertar, como la abstracción de tu cara resaltada en el reflejo de la ventanilla. Caí en recordar, días antes de conocerte, a Elvira. Bajo la misma ventanilla le confesé que ya sabia que me ibas a asustar. Luego me recordé diciéndote de lo feo de las palmeras en la circunvalación, algo sobre el viento la tierra y la humedad, me diste la mano y las ventanillas se tornasolaron todas, y así por un segundo percibí el susto. Tus pecas y esa claridad expandible y tu nariz apuntando siempre hacia lo puro. Fue ahí cuando comencé a despellejarme de ese microcosmos identificado con el antagonismo, abriéndome hacia esa luz que me reflejaría una imagen sarcástica e incomprensible. Todavía no podía admitir lo bello de saber que ante un movimiento superior a nosotros las certezas transmutan. Ay cuando no ves las certezas.
Entramos en la cocina, atravesamos un vaho húmedo, un residual aromático intenso en los azulejos de esquinas grasosas. Por un segundo me dio como una sensación familiar, a mi,  uno en eterno desarraigo, habrase visto. Disipándose como el humo esa adrenalina por los mares. Las cosas se sentían más reales con las chauchas sobre el mesón. Te cocine austeramente, con la palma límpida y olor a ajo, igual que vos. La sartén sostenía cautiva esa austeridad de tres colores en pleno aroma, como el de un recién conocido que ya se conoce. Me reía porque los ojos se te iban poniendo color romero y no te dabas cuenta porque leías aquella revista mientras comías pan. Y otra vez las zapatillas bailaban en la punta de tus dedos y lentamente me iba dando cuenta que jamás seré poeta, soy un instrumento de esa poesía. Y la magia ni siquiera éramos nosotros, era eso que se quemaba la esencia en un motor omnisciente, ese que nos reía, que nos acomodaba las respuestas mientras vos y yo nos reíamos por el buen vino. Ese mismo vino que nos caminaba por la calle, y siempre me preguntabas cuantas cuadras faltaban, como si dudabas de llegar. Y me cago en lo simbólico y en la belleza de aquellas respuestas que llegan a tiempo, porque llegan cuando deben llegar sin importar lo circunstancial. Vos ya sabias que no se puede apurar lo que no se conoce.
No te imaginas las caras de todos, la de ella, esa cara consciente de haberse abandonado al instante. No es por vos, le pensé, es una disociación que me atacó, como que no iba a ser, que no cerraba, algo así. Al mirarla a los ojos comenzó a derramarse ante mí el futuro que a ella se adhería. Puras ramas en el eje, construcción, resistencia, negociación, pasión, lucha y lucha hasta la abdicación; como quien lucha con el sindestino entre ceja y ceja. Niñerías que me besan desde la construcción de la incertidumbre. Me he dormido escribiendo, te pedía perdón por la bobera maravillosa de despertar, y tengo tres mil quinientas imágenes caóticas, y tengo que matar a alguien.

- ¿Matar a alguien?
- Sí.
- ¿A mí?

Continuará...

viernes, 25 de noviembre de 2016

Basural - VICTORIA MORA - Don Torcuato

El cana le clava el caño de la pistola en la nuca. Se le hunde apenas la carne. Siente el frío de esa presión. Tiene los brazos sobre la cabeza. Es de noche, la oscuridad está rasgada por la luz de una luna creciente. Cincuenta metros a su espalda dos patrulleros tienen las luces apagadas desde que estacionaron ahí. Lo que él puede ver, robándole claridad a la noche, es el basural que conoce de memoria. Un terreno baldío, con el pasto alto lleno de los deshechos que la gente tira. La vía de acceso o salida a la villa donde vive.  Su barrio se extiende detrás de los patrulleros lo bastante lejos como para que nadie pueda venir a darle una mano.
Sabe que es el fin. Se lo advirtieron: no es gratis dejar de laburar para la policía. No se resignó.  Ahora el caño en la nuca le dice que los otros tenían razón. Te lo dije Chino, le diría el Turco si estuviera ahí. Más que hablar, el Turco,  los cagaría a tiros a estos dos, piensa. Pero está solo, y el frío del caño presiona, apenas un poquito más.
Cuando siente la insistencia del caño se tira al piso a la vez que empuja a el cana. En un segundo se encuentra arrastrándose hacia adelante, se para y corre salta algunos restos de basura que se le interponen en el camino. Cuando corre escucha los gritos, las puteadas, vení acá cagón, negro hijo de puta. Suenan dos tiros, no sabe si son al aire o lo tienen cercado y le están errando a su cuerpo. Le duelen las piernas pero no para. Tiene que llegar a la ruta al otro lado del basural. Si llega se salva.
Mientras corre piensa en la nena, empieza primer grado. Y aunque lo sorprenda lo que más lamenta es no estar ahí para llevarla. Si la cosa sale bien y se escapa se va a tener que guardar. Y si la cosa no sale… prefiere no pensarlo. Está agitado. Llega al esqueleto de un auto abandonado hace tanto tiempo que ahí jugó de chico y se juntó más grande con los pibes.  Se mete adentro, calcula que unos minutos tiene. Está flaco y siempre fue un buen corredor. No había modo que el Turco le ganase una carrera. Iban de la casilla del Chino a la de la Vieja Sara justo a la otra punta del pasillo. Nunca pudo ganarle, hasta que se cansó. En la cancha era al revés. El Turco es un crack. Tiene unos minutos, al menos, los patrulleros no pueden entrar al basurero, imposible circular entre los montículos de mugre. Si quieren ir por él sólo les queda correr. Eso le da una ventaja, un pequeño margen por donde soñar una salida.


Pensó que si se cambiaba de zona iba a poder cortarse solo. Estaba muy mal. No había encontrado nada. Ni changas con José en la obra, ni de limpieza en los avisos que encontraba en los diarios. Intentó en un par de entrevistas para laburar de operario pero vivir en una villa es un ancla muy pesada. No declarar domicilio no es una alternativa. Los gritos de Mariana se le clavaban en el pecho que sos un pelotudo, que no cambias más, que la nena empieza las clases y no tiene una mierda para ponerse, que está harta de comer de fiado y que la almacenera la cague a puteadas cada vez que la ve. Él había apretado los puños, no quería gritarle, no quería volver a pasar por eso, los gritos, los empujones, los llantos. Salió y la dejó hablando sola en el punto justo en que los gritos  pasaban a ser lágrimas.

Continuará...

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Dumbo - LUCAS R. GELFO - Temperley

No sé. Te juro que no sé cómo, pero no me acordaba de nada. Era como que venía todo bien, la vuelta del trabajo en el colectivo, el chofer con bigotes. Hasta me acuerdo que el bondi estaba más o menos vacío porque había podido escaparme temprano del laburo. Había terminado todo, el escritorio acomodado, y ya no sabía qué hacer. Me tomé unos mates y la miraba a Marisa con cara de pollo mojado y me dijo sí, está bien, andate que no te soporto más con esa cara de tarado. Así que viajé re cómodo en el bondi por eso. Me acordaba de todo. Me había sentado al lado de una mina con pollera amarilla, tipo mini. Me acuerdo porque al verla la asocié con la canción. ¡No te digo que me acordaba absolutamente de todo, con detalles! Esa noche había cenado pollo al horno, con papas. Les pongo muzzarella y romero arriba cuando ya casi están, y después les doy cinco minutos más de horno para que se derrita. Me había acostado temprano, ni vino había tomado. En realidad, me había ido a leer a la cama y me dio sueño. Puse el despertador, dejé el libro en la mesa de luz, apagué, y listo. Hasta ahí, todo joya.
La cosa es que me levanté al otro día y cuando me quise poner las medias, ya estaba así, sin la mano izquierda. Imaginate, me agarró un ataque. Salí corriendo por la habitación, pero claro, no es como una araña que uno corre y se aleja. Cuando te falta una mano por más que corras, va con vos, entonces seguía gritando como un pelotudo por toda la casa. Un grito entre espanto, susto y sorpresa. Lo raro era que no me dolía. Me acuerdo que me agarré el muñón y estaba así, como ahora, redondito, como cicatrizado, pero yo me acordaba que el día anterior tenía la mano, que había subido al colectivo con las dos manos, que miré a la mina de pollera amarilla, que el pollo al horno lo preparé con las dos manos. Me acordaba de todo. Y estaba seguro que en todo momento tenía las dos manos.
Te juro que traté todo, pero to-do, y nada. Era como que venía todo bien, me acordaba de todo, y pum, me desperté así. Como que me faltaba un capítulo. De esto que te digo, habrán pasado no sé, dos meses ponele, tres capaz, y me tuve que acostumbrar a vivir sin una mano. Costó, pero no me quedó otra.
La cosa siguió. Hace, dos semanas habrá sido, me estaba por tomar un té. Yo tomo té en hebras, queda muchísimo mejor, nada que ver el sabor. Aparte, le podés poner lo que quieras, cáscaras de naranja, lo que sea. Aquella vuelta lo hice de jengibre, cardamomo y lemongrass. Queda de puta madre. Bueno, cuando voy a agarrar la taza, me vi que en el índice tenía dos lunares nuevos, como una mordida de Drácula, así juntitos. Éstos de acá, mirá, ¿ves? Primero me los froté fuerte, pensé que era mugre o unas miguitas. Y no sé bien por qué, esas cosas que tiene el bocho que no se explican, pero me puse a pensar en todo lo que había llegado a mi vida así, de una manera como inesperada, como los lunares, ¿me entendés? Todas esas cosas que habían llegado por sorpresa y se habían quedado para siempre en mi vida. Entonces busqué papel y una birome en la mesita del teléfono y me puse a hacer una lista.
Lo de la lista me lo recomendó la psicóloga, es un hábito que me quedó, como un ejercicio para calmar los ataques de pánico. Desde esa mañana que te conté, la que descubrí que me faltaba la mano, todas las noches tenía pesadillas. Soñaba que me faltaban distintas partes del cuerpo. Capaz un día soñaba que me despertaba y me faltaba el pie izquierdo, pero durante el mismo sueño capaz me volvía a dormir y cuando me despertaba tenía el pie izquierdo pero me faltaba una oreja. Cosas así, siempre me faltaba algo distinto. Me despertaba cagado en las patas, en mitad de la noche, sudando frío, empapado y con taquicardia, y me empezaba a revisar para ver si no me faltaba nada nuevo.
Bueno, la cosa es que me puse a hacer la lista. Lunares, el embarazo de Silvia, los dos implantes dentales, la cicatriz en la rodilla a los ocho años, el primer tatuaje, la fobia a las babosas, la amputación. Volví para atrás y taché tatuaje. Ese no había sido tan inesperado, vos y yo lo sabemos. Me dijo la psicóloga que una de las condiciones de hacer las listas es que sean sinceras, porque a la larga te mentís vos y es una boludez. Bueno, releí la lista completa y cuando llegué al último, casi por una transitividad que me pareció obvia, tuve que dejar un renglón blanco y en el de abajo anoté vieja gitana. Así, textual. Vos te preguntarás quién mierda es la vieja gitana. Bueno, eso mismo me pregunté yo después de anotarlo.
          Pará, porque la cosa sigue. Hace, ponele, una semana, estaba tomando una birra con el Pola. Hacía mucho que no nos veíamos, entonces le pregunté por la familia, los viejos, la hermana. ¿Te acordás lo buena que estaba? Bueno, entre una cosa y otra, me cuenta que al cuñado le había pasado algo muy raro. ¿Lo tenés al cuñado del Polaco? Sí, ese mismo, el pelado, bueno, justamente me contaba que era pelado desde muy joven, desde los veinte años más o menos. Yo no sabía, pero parece que viene de una familia de pelados: padre, tíos, abuelos, todos pelados como una rodilla. Y que un día de golpe le había empezado a crecer el pelo, de la nada, eso mismo dijo, de la nada. Primero pensé que me estaba jodiendo, viste cómo es el Pola, que le encanta meterle suspenso a todo. Pero no, y ahí vino lo increíble. Me dijo que al cuñado le habían pasado el dato de una vieja que tenía poderes. Ni bien dijo eso me largué a reír, basta Pola le dije, dejate de joder, a mí no me agarrás. Y él me juraba y perjuraba que no, que era en serio, que él mismo le había visto la porra que tenía ahora y no se podía creer.

Hasta acá, podía ser uno de los delirios del Polaco, porque el flaco se podía haber hecho un implante o uno de esos tratamientos que te sacan del culo y te los ponen en la bocha, qué sé yo. Pero bueno, cuando me dijo que la vieja ésta con poderes vivía por el barrio gitano de Temperley al fondo, en el límite con Mármol, ahí sí se me frunció todo. Fue cuestión de sumar vieja más gitana y me corrió un escalofrío por la espalda. Me debo haber puesto pálido, o cara de pelotudo, porque él se dio cuenta al toque. ¿Qué mierda te pasa? me preguntó, ¿la conocés a la vieja gitana esa, de cuando vivías por allá? Pusiste cara de que la conocías. Insistía. No Pola, qué mierda la voy a conocer, te pensás que el sur tiene dos cuadras, le contesté indignado y con mi única mano en el aire. Todos los de Capital se piensan que el sur es todo lo mismo. Y te juro que sentí que estaba mintiendo, aunque no sabía nada de la vieja esa.

Continuará...

miércoles, 16 de noviembre de 2016

No me gusta que le mientan a la gente - PABLO MARTÍNEZ BURKETT - Pilar

No tomes el nombre de Dios en vano; escoge el momento en que tenga efecto.
Ambrose Bierce
Trabajo en la cuadra de una panadería, en la otra esquina de la catedral del Pilar, justo donde la cúpula da sombra. Mis bollos son el consuelo del pobre y la compañía del rico. Mi vigilia es el sueño de los otros y mi sudor, la alegría de todos. Me multiplico junto al fuego para hacer feliz a la gente. La felicidad verdadera y no un simulacro recargado de prohibiciones como el que venden por ahí. Yo no tengo que disimular un ego atroz bajo falsos juramentos. Soy como soy. Todos lo saben. Y aunque los mercaderes esos siempre tuvieron mejor prensa, no me desanimo. Tengo mucha paciencia. Mi trabajo es moldear el deseo y convertirlo en un bocado apetecible.
Pero no todo es esfuerzo junto al horno. Cada tanto me consiento algún recreo. Desde que me acuerdo, las mujeres siempre fueron mi perdición. Hacía rato que la relojeaba en la Terminal esperando el 510. Era tan linda, flaquita, el pelo renegrido y bien tirante con una cola de caballo, cero maquillaje, unos ojazos y las manos, ¡ah, las manos! Samantha, que así se llamaba, me tenía hipnotizado con el aletear de sus manos. Oferta de caricia, promesa de consuelo, imaginaba sus manos navegando por mi espalda. Yo la codiciaba pero ella no me veía. Me ignoraba. Desentendida de mi presencia hablaba con unas compañeras de trabajo, que sí me conocían de antes. Entretanto esperaban el colectivo me acercaba furtivo. La voz cantante la llevaban las otras chicas. Ella mayormente escuchaba. La charla siempre rondaba sobre las penurias de la fábrica en el Parque Industrial, la enfermedad de una madre, un hermano vago y medio chorro y sobre todo, una parva de gavilanes que lo único que querían eran sexo. A las amigas les gustaba la narpie más que el dulce de leche. Sin embargo, nunca oí que Samantha mencionara a un novio. Ni siquiera a una simpatía. Las otras minitas eran bien bravas. No dejaban títere con cabeza. Pero ellas no me interesaban. Confieso que siempre me sentí atraído por mujeres como la Sami, puras, virginales. No es idea mía. Tenía algo angelical. O bastante, porque también quería que las chicas se rescataran y fueran a una iglesia de la que ella era asidua. Esos cultos modernos que a cambio de un robusto diezmo ofrecen la sanación de todas las enfermedades, las más ínfimas pero también las más inclementes. Y por obra de la fe, claro. Y por la misma tarifa se jactan de conjurar las acechanzas de cualquier demonio. Bueno, cualquiera no porque parece que los únicos que se dejan convidar son los del rito Umbanda. Si hay algo que me fastidia es que le mientan a la gente.
Un poco por el enojo y otro porque tenía un metejón con la piba, todos los días me costeaba hasta la parada del bondi para oírla aconsejar a sus compañeras. Me ponía como loco cuando esas salvajes se burlaban de su fe. Pero ella como una reina. Sin dejar de sonreír les predicaba un mundo de paz y bien, un mundo de santidad y regocijo. Un mundo sin el Mal. Y las muy zorras ni noticia. Dale que va, ojerosas, escaldadas, hasta descangalladas de tanto fornicar. Mi Samantha reprobaba toda conducta licenciosa pero redoblaba su esfuerzo de conversión sin juzgarlas. Les hablaba y les hablaba. Y yo la escuchaba y escuchaba. El mejor día para aprender era el sábado a la mañana. No me lo perdía por nada. Porque en su iglesia los viernes eran de liberación. Ella repetía las oraciones y relataba que luego de esta oración fuerte se hacían presentes los manifestados, eufemismo para decir poseídos. Sí, los poseídos por los demonios. A mí me hacía sonreír. Cómo me enoja que le mientan a la gente.
Finalmente consiguió convencer a las chicas para que la acompañaran. Yo también quise ir así que entré cuando el show ya había empezado. Me quedé en el fondo para no hacerme notar. El gran ritual de sanidad ya había empezado. Se sucedían las oraciones para que todo endemoniado se manifestara y así los pastores y sus obreros pudieran sacarlo del cuerpo a fuerza de oraciones e imposición de manos. Primero pasaron el Manto Sagrado y ordenaron a los asistentes que levantaran las manos para tocar la preciosa tela y así ser sanados de inmediato. La gente cree en cualquier cosa. Después requerían a todos los que todavía se sintieran enfermos, con alguna dolencia, presos de una brujería o macumba, trabajo o payé, que hubieran participado en actos de adoración satánica, ritos kimbanda y no sé qué más; que se aproximaran al escenario desde donde el pastor no dejaba de arengarlos a los gritos. Por supuesto que las chicas ligeritas de cascos se acercaron. Entre la aglomeración no pude ver dónde estaba Samantha.
Era el viernes de liberación. Se venía la Oración Fuerte. Mientras el pastor repetía sus invocaciones, los obreros ponían la mano derecha en la nuca y la izquierda en la frente de aquellos más permeables y cuchicheaban las órdenes de expulsión. Las turritas fueron de las primeras en manifestarse. Armaron un escándalo declarándose presas de no sé cuántos demonios. Si hay algo que no me gusta es que le mientan a la gente. En el fondo soy un tipo clásico. Extraño el agua bendita, los crucifijos, el incienso y otros objetos de piedad. Hasta extraño el latín. Las invocaciones en portuñol me causan gracia. Me hacen reír a carcajadas.

Llegados a ese punto, los manifestados hicieron su numerito. Algunos se pusieron a insultar. Otros mostraban aversión a los símbolos religiosos. Las amiguitas de Samantha se tomaban la entrepierna o los pechos y se ofrecían al pastor y sus obreros. Otros maldecían en lenguas desconocidas o sonaban como si fueran muchos hablando. Algunos gritaban con una voz cavernosa. Otros se retorcían. La gran mayoría tenían las manos entrelazadas en la espalda, con los dedos haciendo la pata de cabra. Otros iban inclinados hacia adelante y se meneaban. Esto es un fenomenal lavado de cerebro. Un severo caso de psicosis colectiva. No me gusta que le mientan a la gente. Uno se proclamaba el Exú de la Muerte. Otro, la Bomba Gira das Almas y caminaba como una mujer. Ninguno de esos demonios existe. Me hacían llorar de la risa. No podía parar de reírme.

Continuará...

lunes, 14 de noviembre de 2016

Crónica del verdor - CRISTIAN MAIER - Ezeiza

I

La palada de tierra, la primera, cayó con un ruido sordo.La masa negra, húmeda, se desperdigó hasta el pecho y algunos gránulos le entraron en la boca abierta; otros repiquetearon en la filigrana blancuzca de los ojos del muerto.
El Gringo bufó, cargó de nuevo la pala y tiró sin mirar. Esta vez,La tierra cayó directo en el rostro del cadáver que se iluminaba de manera aleatoria por los refucilos. Aun no llovía, la calma era pringosa
Javier, se secó el sudor que se le insinuaba en la frente sobre la manga de la camisa a cuadros, arremangada hasta los codos. El Muña, agotado por haber cavado el foso, se sentó de espaldas al pleno ejercicio del ocultamiento, de cara a la ruta desierta y lejana. «Salir a esa ruta angosta en una noche como esta es un suicidio», pensó. Era un pensamiento irrelevante, destinado a alejarlo en parte de lo que ocurría a pocos metros, aunque el ruido de la pala que arañaba la tierra con regularidad,devolvía el esfuerzo a su verdadera intrascendencia.
Ninguno quería ver a Rogelio, el muerto, que con sus últimas palabras los maldijo. Los tres recordaron al mismo tiempo, paso a paso, esos instantes finales.

*

Perdiste, viejo le espetó Javier, empuñando el hierro resplandeciente del revolver Ballester Molina.
El viejo entornó los ojos con un brillo extraño, sin temor, como si no estuviesen allí o como si, por el contrario, hubiesen estado allí, parados en esa habitación baja del rancho miserable, desde el principio de los tiempos.
—Todos perdimos, todo arde ahora —Le respondió el viejo con una sonrisa que dejaba a la vista las encías enfermas.
Ese fue el momento en el que el Gringo, desde sus dos metros de altura, le cruzó la cara de un puñetazo que llevaba todo el peso del cuerpo. Rogelio lo recibió de lleno y no retrocedió.La sonrisa se transformó en una carcajada que se tornó más violenta en la repetición de los golpes. El viejo se abalanzó buscando la cara del Gringo y Javier gatilló.
La reverberancia del estruendo se perdió por el campo deshabitado. Rogelio no sangró. Javier gatilló cuatro veces más. Sin embargo, el viejo seguía allí, parado en medio de la estancia, riéndose de ellos, cargando con su maldad ambigua y su crimen feroz.
El Muña, como si nada de aquello pasara en realidad, sacó  de la cintura una navaja que brillo en la semioscuridad. «Así es como mueren las bestias y los hijos de puta», susurró despacio, hundiéndole la hoja en la garganta.
Una sábana de sangre le cayó al viejo sobre la camiseta roñosa. En lo que le quedaba de vida, el Muña nunca olvidó el hedor que le hizo llorar los ojos: una mezcla de mierda, barro y basura fermentada.
Ezeiza era todavía, una extensión verde y solitaria al sur del conurbano, cruzado por una ruta angosta y las vías de un tren. Un hombre paleaba sin descanso en medio del desierto verde,  a la luz mortecina de una tormenta que no terminaba de llegar. Los otros dos esperaban, rendidos, intercambiar los roles.



II

Javier se miró las manos. Un temblor, desconocido pero interminable, le cimbraba desde los dedos hasta el mentón. Ya estaba allí cuando gatilló. También cuando envolvieron entre los tres los restos de la Bestia en una sábana mohosa y lo tiraron en el furgón de la F100, con esfuerzo, sorprendidos por el peso sobrenatural de ese esqueleto nudoso revestido en carne magra. Se percató del temblequeo cuando falló al poner la llave en contacto y puteó. El Gringo le clavó el codo en las costillas. «No aflojés —le dijo—, ya está».
Con el fulgor de la venganza consumado, afloró una tristeza hasta entonces inexistente. En algún punto se había preguntado el porqué de esa ausencia y sintió culpa. No supo hasta entonces que no era una ausencia sino una acumulación. Rotos los diques, la angustia se configuró como un todo.
Cuando agarró la pala, el hervor del estómago lo consumía en un movimiento centrífugo, desde el interior hacia los bordes, con los gritos sosegados por el llanto de su hermana Esther resonándole en el cerebro: «Javier, me mataron a la nena».
Cavar, levantar, arrojar: «Javier, me mataron a la nena».
Cavar, levantar, arrojar: el cuerpo roto de la nena.
Cavar, levantar, arrojar: la abstracción de la nena sin cara.

Un vacío innominable. La cara macilenta de su hermana. Un esfuerzo extraordinario de memoria: Natalia/sobrina/la nena. La tristeza fue un lobo que lo rompía todo, sin control.

Continuará...

viernes, 4 de noviembre de 2016

Ni Dios, ni Patria, ni Verso - SANDRA GASPARINI Y FERNANDO FIGUERAS - Ciudadela - Ramos Mejía

Ciudadela
             De todas las mujeres que había visto pasar los últimos cien años ella le había parecido diferente: no lo hacía acordar a nadie. Tal vez era algo en la forma en que se movía su pelo, rasurado en las sienes, sus pasos casi marciales, acaso la rapidez con la que daba vuelta su cabeza para mirar hacia atrás o todo eso. Imposible saberlo. Lo que sí sabía es que quería verla y para eso empezaría por  frecuentar la explanada por la que los autos entraban al hipermercado. Debía hacerlo con cuidado. Había comprobado, muchos años atrás, que su –llamémosle- cuerpo perdía espesor lejos de su hábitat, el perímetro del viejo polvorín de Ciudadela. Aquel lugar había sido descuidado, como una dolencia que no se trata y avanza hasta volverse imposible de revertir. Por eso explotó a comienzos del siglo XX y la onda expansiva desparramó a una decena de obreros haciéndolos llegar mucho más lejos que sus propios sueños de anarquía. Por allí quedó tirado Raúl, medio cuerpo sobre la vereda mordida, y otro tanto sobre la calle de adoquines que aún hoy sigue sin asfalto. Desde entonces da sus paseos que ya llevan miles de lunas insuficientes para agotar la pena.
Afortunadamente ella llegaba con la noche, un rato antes de que el movimiento cesara, hora propicia para los encuentros fugaces con los vivos, inclinados a la huida por el terror que causaban él y sus ex compañeros.
Con mucha delicadeza, la que dan el ejercicio sostenido de la muerte o las astillas más generosas de la eternidad, Raúl intentó acercarse a la mujer. Su imagen era la de un muchacho de unos veinte años, flaco, de musculatura redondeada. “Buenas noches”, improvisó, sin esperar respuesta. “A esta hora la belleza castiga la vista de los animales nocturnos”, dijo después de abrir el arcón de la pelotudez. “¿Qué?” preguntó ella sorprendida, y siguió caminando unos pasos más. Luego se detuvo. Se volvió hacia él, escrutó la oscuridad como si le costara ver. Miraba buscando el origen del sonido. Al no encontrarlo, dio la vuelta, con ese movimiento rápido, y siguió, con paso firme, hacia la puerta del Hipermercado, fuera de su radio. Raúl pensó que para ser un primer encuentro no estaba mal; al menos no había salido corriendo.
Así pasaron varios jueves: él, acercándose para soltar una frase de poesía trasnochada; ella, fascinándose con el fenómeno al que percibía con mayor nitidez en cada jornada. Una vez hasta se rio y su dentadura perfecta dibujó en Raúl un espacio colmado de sensaciones olvidadas.

Ramos Mejía
         Lo que no se ve detrás de esa palmera es lo que interesa. Un edificio de dos o tres pisos, de costado, con la pared descascarada, chorreada de negro por las sucesivas lluvias que cayeron durante treinta años y se escurrieron desde la terraza. La palmera lo acaricia desde una cuadra de distancia, rodeada de tejados anaranjados y plateados, de parches que construyen el mosaico del tiempo en este lado del Oeste, en la región más transparente de Ramos Mejía, donde el sol insiste en pintar los atardeceres con pincel fino y tonos pasteles.
Don Francisco Montesquieu es el dueño de Verso, la fábrica de armas de mayor venta en Argentina, pero él cree que es el dueño de la Argentina y vende armas para seguir fabricándose el verso que implica ser don Francisco. La empresa exporta del Oeste al mundo, con lo cual el ego de Francisco (mi François, como le dice Flavia, su esposa) se ha expandido con la vehemencia de un Cuarto Reich.
Juana es la hija de Fran y Fla. Preferiría ser otra cosa. “Tiene los ojos del padre”, comentaban las vecinas en su infancia, y al llegar a la adolescencia se compró lentes de contacto. “La nariz igualita a mami”, le decían las tías, las abuelas y la mami y no se fue a Bariloche para juntar los pesos que le faltaban para operarse la nariz, con la expresa idea de no tener que “conversarlo” con su padre. Lástima que no se puede operar el olor. Lo siente en la ropa, en la piel. Olor a Montesquieu. Le viene de adentro.
Por supuesto que a la familia no le cuenta nada de sus amores. Pero si algo le sobra a tipos como Francisco son los informantes. Y él, como todo rey, tiene dos bufones que lo mantienen al tanto de todo. Son Tótem y Tabú, dos payasos que recorren el barrio haciendo malabares en las esquinas o pidiendo una colaboración compulsiva en los colectivos después de un numerito impresentable, con el solo fin de juntar datos sobre los posibles peligros que corren la familia y los negocios de los Montesquieu.
─Don Francisco, tenemos novedades ─dice Tabú, quien a pesar de su nombre está dispuesto a hablar.
─Escucho.
─Tenemos que contarle algo sobre Juana.
Le dan un detallado informe de los encuentros entre Juana y Raúl en el sector aledaño al Hipermercado.
─¿De dónde es el tipo?
─De la zona del antiguo polvorín. Anda rondando siempre por ahí ─dice Tótem y detiene el relato para mostrarle los videos que han filmado en dos ocasiones. Juana y Raúl charlaban y reían como si el polvorín nunca hubiese explotado y ella fuese la feliz hija de Keith Richards y Celia Cruz. De todas maneras, lo que más preocupa a Francisco son las miradas cómplices entre los jóvenes, una señal clara de que están tramando un encuentro a solas.  
─Al tipo se lo ve borroso…
─Bueno, de eso le queríamos hablar.
Los payasos le explican todo lo que han averiguado sobre Raúl Capeletti, su pasado como obrero en el polvorín, su militancia anarquista, la explosión, su muerte y las apariciones fantasmales. Don Francisco no cree en espectros, por lo tanto, por más borroso que se vea Raúl, no es un fantasma. Pero sí cree en los anarquistas.
─Así que el muchacho es terrorista… Manténganlo vigilado. Si llega a tocarla, ya saben qué tienen que hacer.

Los bufones deciden que en los días siguientes dejarán de lado esquinas y colectivos para dedicarse exclusivamente a Capeletti y Juana. Será una tarea sencilla. Ellos sí creen en fantasmas, pero no los consideran peligrosos.

Anfibia
           Poco a poco Raúl fue cambiando el speech y Juana entró en confianza. Empezó a sentirse feliz de verlo. Conocerlo era descubrir otro mundo; él tampoco le hacía acordar a nadie. Y su condición de ser etéreo, acaso irreal, le provocaba más calentura que otra cosa.
Además, Raúl le daba datos que hacían crecer la esperanza de llevar adelante iniciar algo juntos, o de echarse un buen polvo, al menos.
─¿Te acordás de que te hablé de mis compañeros? Los que murieron el día de la explosión.
─Sí.
─¿Te conté que se pasean por acá?
─Sí, me dijiste.
─Bueno. Muchos de ellos tienen encuentros con chicas. Algunos duran un tiempo; otros, no. Hay dos que están en pareja.
─¡En pareja! ¿Y dónde cogen? ¿Hay algún lugar acá cerca?
─Sí, a un par de cuadras, por acá atrás. La llamamos “la zona anfibia”.
─Nah… ¿Qué es eso?
─El único lugar donde es posible la unión entre vivos y muertos, o sea el único lugar donde puede haber amor. El amor entre muertos es impracticable; el amor entre los vivos terminó hace rato. Sólo hay amor si es entre vivos y muertos. Y se produce ahí, en la zona anfibia.
Juana no estaba de acuerdo con esta afirmación, o no quería estarlo. Pero recordó las parejas que tuvo y otras que conocía y le pareció que el planteo no era tan descabellado. Como fuera, quería coger con  Raúl, así que aceptó.
El ya nada gélido cuerpo espectral del muchacho enfiló para la dirección contraria al puente. Caminaron una cuadra y ahí nomás, titilante y magnífico, se erguía un viaducto fantasma calcado sobre las casas y las calles de Ciudadela norte. Ella quiso conocer detalles, de qué se trataba el lugar, en qué dimensión revistaban y una sarta de estupideces que no vale la pena reproducir porque no las dijo pero, en cambio, le dio un apretón de manos que se cerró en su propio puño. 

Continuará...

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Aliento a cebollas - FABIANA DUARTE - Beccar

                                                                                                       “Imaginate vivir en una meritocracia.
                                                                                                        Un mundo donde cada persona
                                                                                                        tiene lo que se merece.”  
                                                                                                                                              Spot Chevrolet

                                   
            Hoy decidí salir solo. Camino tranquilo por calles que conozco de memoria. Paso por una esquina donde se quema basura. El mundo huele a podrido. Voy a un barrio más alejado, más cheto. Aunque estoy un poco pasado de rosca, sé lo que hago.

            Cuando desperté esta mañana, mi viejo ya no estaba. Puse el agua a calentar para hacerle un mate cocido a Pedro, y con el ruido lo desperté.
            Pedro duerme en el comedor, hay que ayudarlo cuando quiere ir al baño. Con la cama a mano ahorramos tiempo y accidentes. Yo lo cuido por las mañanas. Mi viejo se encarga de él cuando llega de trabajar.  Le pedí a Vilma, la vecina, que me lo mire un rato. Le prendí la tele y salí a la calle.
            Anoche nos agarramos feo con mi viejo y no me lo quiero cruzar. Cuando llegó ayer, Pedro estaba todo cagado. Yo había salido a hacer la ronda con los pibes, me fumé y me fui de mambo. Cuando volví a casa, me revoleó una olla por la cabeza, se me vino encima. Yo no me achiqué, hubo un forcejeo hasta que me agarró de los hombros y me tiró al piso. Me gritó que soy un hijo de puta que no respeta a nadie. Que Pedro me necesita y yo me voy por ahí. Escupía las palabras con rabia, los ojos desorbitados, estaba borracho. Tiró una patada que iba directo a mi cabeza, la esquivé justo. Amenazó con llevarme a laburar con él a la metalúrgica. Me le cagué de risa en la cara. “Ni en pedo me encierran doce horas en una fábrica. Hace treinta años que laburás ahí y ¿Qué ganaste? Nada. Ni para los remedios de Pedro alcanza”, grité y me fui a la mierda. Volví de madrugada. 
            Mi hermano era un pibito inteligente que hacía lindos dibujos. De repente, esta enfermedad del orto. En el hospital no sabían qué le pasaba, lo dejaron internado porque no tenían el aparato ese para revisarle la cabeza. A los dos meses nos devolvieron un vegetal. Meningitis dijeron. A Pedro se le apagó la chispa de los ojos. No habla,  no se ríe, está perdido en el limbo. Si pudiera entrar en su cabeza y ver qué es lo que quedó estropeado ahí adentro, lo haría. Mi vieja no se la bancó y al tiempo se mandó a mudar. No sé a dónde carajo se fue, nunca más la vi. Los remedios de Pedro costaban una fortuna y no alcanzaba ni para comer, vivíamos a guiso y a mate cocido. Dejé de ir a la escuela y nadie se enteró. La última vez que mi viejo me compró zapatillas, tenía doce años.
            Tengo bien claro lo que hay que hacer para conseguir lo que quiero. Si se quiere romper el lomo por dos mangos, allá él. Yo no soy de esos. Empecé a fumar paco para sacarme el hambre cuando tenía trece, y bueno, ya no paré. Para conseguir lana, salíamos a ratear por el barrio. Apretábamos a los pendejos a la salida de alguna escuela, hacíamos bicicletas, motos, íbamos de a dos. Ahora tengo dieciséis y sé cómo moverme. Hice algunas cosas más grandes pero siempre de acompañante. Esta mañana alquilé una 22, es mi primera salida calzado. Casi toda la que gano me la fumo o me la chupo, pero también le compro ropa a mi hermano. ¿Cuántas veces le compré los remedios a Pedro  y mi viejo nunca preguntó de dónde salió la guita?
            Hoy voy a hacer historia.

                       En la esquina dobla un Honda Civic a baja velocidad, maneja una veterana, va sola. Ni un alma en la cuadra. Acelero el paso. La mujer desde el auto activa el portón, que se abre automáticamente. Estoy agachado detrás del coche. ¡Puta madre!, no se baja. El portón se traba a la mitad, sube, baja, sube, baja. La vieja abre la puerta del auto, pero no llega a salir. En dos zancadas estoy frente a ella. Se le desfigura la cara cuando le grito que me dé las llaves.
            —¿Sos sorda, o pelotuda? ¡Dame las llaves y bajáte!
            Le pongo el caño en la cabeza.
            De costado, veo un perro negro que sale del garaje.
            Cómo en cámara lenta, los segundos se alargan.
            La vieja grita como una loca, pero no la escucho.
            La agarro del hombro para sacarla.
            Siento que me empujan de atrás, golpeo la cabeza contra el techo del auto.

            El revólver se dispara. 

Continuará...