jueves, 29 de septiembre de 2016

Casa en venta de GUSTAVO VIGNERA - Adrogué

Miguel, un amigo de un amigo del trabajo de mi viejo tenía dos hijas; una de ellas ya se había ido a vivir con el novio y la otra, la más rebelde, seguía en la casa a regañadientes tratando de terminar su carrera.
Él había sido funcionario de la cancillería en el gobierno de Alfonsín. Tenían una casa bastante grande en Adrogué, que iba a ser enorme cuando se fuera Anita y quedara solo con Marta, su esposa. Aquella mañana tomó su celular y empezó a fotografiar todos los ambientes. En cada uno, un recuerdo ahí vivido se le introducía en su mente. Por último se fue al parque donde le invadió la nostalgia recordando aquellos momentos en los que Anita y su hermana jugaban con la casita de muñecas que él les había construido. Luego entró en Internet a uno de esos sitios donde se publican propiedades. Bajó las fotos y describió las características que tenía su vivienda. Al momento de cargar el precio sintió que había algo que no estaba bien, que no podía de buenas a primeras tirar por la borda tantos años felices bajo ese techo sin antes consultarlo con su esposa. El puntero del mouse se empezó a elevar de forma inconsciente hacia el extremo derecho del navegador con toda la intención de darle clic a la equis y abortar el llenado del formulario. En medio de ese impulso y sin explicación alguna retomó su decisión irrevocable de sacarse de encima su propiedad y corrió de golpe el mouse hacia el campo donde el precio aún no estaba ingresado. Casi con bronca y dándole con fuerza a las teclas escribió un número que excedía en diez veces el valor de su residencia. Hizo un gesto, mezcla de odio y rencor y se dijo: «Nadie va a pagar esto ni loco, así que le doy ENTER y me voy a prender el fuego para el asado».
Después de haber almorzado con Anita y su esposa en el parque tuvo que soportar un tole tole peor al que los judíos le habían hecho a Pilatos para que de una vez por todas lo pongan a Jesús en la cruz. Anita les decía que ya no los soportaba más y que quería irse a vivir sola, por qué no vendían esa casa de mierda y le compraban un departamentito. Parecía que su subconsciente se había anticipado y había imaginado un par de horas antes lo que se empezaba a gestar en su familia. Los insultos iban de diestra y siniestra. Cansado de los gritos no espero a comer el flan con dulce de leche que tanto le gustaba y se fue a dormir la siesta. Ya habrían pasado una hora que se había recostado cuando su hija entró a despertarlo con el teléfono inalámbrico en su mano. Miguel, bastante aturdido por ese abrupto despertar se encontró con el teléfono pegado a su oreja y una voz con acento afrancesado que le dice:
         — Buenas tardes señor, queremos tener una reunión con usted para comprar su casa.
El amigo del amigo de mi viejo abrió los ojos tan grandes como si le hubieran avisado que acababa de ganarse la lotería. Se sentó al borde de la cama y continuó atento con lo que decían del otro lado de la línea:
         — Mi hermano y yo, somos hijos de una persona muy acaudalada de Nigeria, nuestro padre tiene minas de diamantes en la unión de los ríos Gongola y Benué. Mi madre fue asesinada por un grupo de terroristas, gracias al cielo mi padre, mi hermano y yo pudimos huir de las balas de esa gente. Por eso necesitamos comprar su casa —le continuó relatando el desconocido.
Sin pensarlo coordinaron que esa misma noche iban a ir a su casa para ver sus comodidades y tratar de cerrar el trato. Se levantó confundido y volvió al parque donde seguían Anita y su esposa, ahora sin hablarse, cada una en su mundo. Anita con su celular mandando mensajitos y Marta tomando mate y leyendo una revista. Miguel apareció arrastrando las chancletas con el inalámbrico en su mando con apariencia de que lo habían molido a palos la hinchada de Chacarita a la salida del estadio después de haber perdido cinco a cero. Ambas mujeres lo quedaron mirando, él se sentó, se sirvió un mate, chupó de la bombilla y les dijo:
— Hoy vienen a ver la casa.
Marta bajó sus lentes y le preguntó:
     ¿A ver qué casa?
Anita en cambio, con una sonrisa de oreja a oreja del dijo:
— ¿Cómo? ¿La vas a vender?
Y él confundido como novio de mellizas les contestó:
 —  Bueno, no sé… hoy vienen a ver la casa, después veremos…
     ¿Y por qué no me avisaste? —le recriminó Marta.
     Es que fue solo un impulso, yo estaba boludeando por internet y la publiqué, nada serio— le contestó.
     ¿Y a cuanto la pusiste? ¡Acordate que me tenés que comprar un departamento! — le tiró Anita interesada en la transacción.
     Cinco — le contestó metiéndole otra chupada al mate.
     ¿Cinco qué? —preguntó Marta que aburrida quería retomar su lectura.

     Cinco palos, cinco millones de dólares — les dijo sin pestañear.

Continuará...

martes, 27 de septiembre de 2016

Cupido Negro de FLORENCIA BENSON - Villa de Mayo

Dejó su Ford doble cabina en el estacionamiento del mercadito barrial, a un par de cuadras de la avenida. Cruzó y buscó un parche oscuro entre dos reflectores, trepó el paredón y, al caer del otro lado, rodó y se escondió entre los arbustos. La noche era silenciosa y clara como una laguna. Caminó entre el follaje; casi todo el trayecto estaría cubierto por las hileras de árboles y arbustos que, estratégicamente, había colocado el paisajista para dividir los lotes. Por momentos escuchaba las radios de los guardias que pasaban cerca, en sus carritos de golf, unos cuatriciclos techados y ridículos que, llegado el caso, no lo alcanzarían jamás.
La casa que buscaba era un enorme cubo sobre otro cubo y enormes ventanas. La iluminación exterior aumentaba su frialdad con unos focos blancos que acentuaban los vértices y la doble altura. Clemente se dirigió sin titubear hacia una pared lateral de la casa, la que daba al este. Allí había una puerta corrediza que separaba el lavadero. Clemente se deslizó hacia el interior, cuidando de dejar una rendija abierta para facilitar la salida.
Los ruidos provenían del piso de arriba. Germán y Jenny, evidentemente, no habían agotado «el elixir de la novedad», como lo llamaba Clemente. Por cierto que era un trabajo para el Cupido Negro, pensó, mientras tomaba un pequeño sorbo del vino que los amantes habían dejado abierto. Al terminar, limpió minuciosamente la copa con un trapo; el sonido empezaba a amainar. Finalmente, a las 03:25 se apagaron las luces y los gemidos. A las 03:55, Clemente subió las escaleras, caminó hacia el lado oeste del piso superior de la casa y se dirigió al fondo, hacia la última puerta. Entró al dormitorio y esperó a que sus ojos se ajustaran a la penumbra, lo cual le resultó muy fácil porque los tórtolos, en su apuro, no habían bajado los black-out, ni cerrado las cortinas de los regios ventanales.
Jennifer yacía boca abajo, apoyada ligeramente sobre su cadera derecha, y su pierna izquierda y brazo izquierdo estaban flexionados. Germán dormía en posición fetal, de espaldas a ella. Quería decirle tantas cosas, Clemente a Germán, explicarle cómo un hombre ha de comportarse en la vida, las verdades fundamentales de este mundo, los principios del amor y todo eso. Germán dormía en posición fetal pero su expresión no era plácida, sino atribulada, como un niño asustado. Clemente sintió el impulso de tomarlo bajo su brazo, como una paloma haría con su cría, apretarlo contra sí mismo y decirle que todo iba a estar bien. Germán frunció un poco el ceño y emitió un ronquidito, Jennifer giró la cabeza en su dirección, todo sucedió tan rápido. Ella alcanzó a gritar, pero sólo un poco, porque estaba dormida y desconcertada y en consecuencia su voz tuvo menos reflejos que la mente. Germán empezó a abrir los ojos, Clemente lo golpeó para atontarlo, ganar tiempo, Jennifer había saltado de la cama y corría hacia la puerta, Clemente la persiguió y la empujó, tumbándola al piso, en una pelea enmudecida por la alfombra y por el terror. Clemente había alcanzado a agarrarla de las piernas y ahora escalaba el cuerpo de la jovencita, pero Jenny aún tenía los brazos y manos libres y se aferró al pasamontañas, pasó un auto y con esa ráfaga de luz quedaron cara a cara, ella y Cupido desenmascarado. Germán le dio un golpe a Clemente, quien soltó a la chica y se abalanzó sobre él.
—Jenny… —atinó a decir Germán, pero enseguida se lo tragó una pelea cuerpo a cuerpo.
Ella salió corriendo con el pasamontaña en la mano, desnuda como una ninfa.
Clemente contuvo su irritación —nada estaba saliendo de acuerdo al plan—, alcanzó a Germán con el puño de lleno en la sien, y cuando estuvo noqueado se trabó sobre él y lo asfixió. Una vez inconsciente, lo ató a la cama, lo anestesió y procedió a separarle el miembro, como había solicitado el cliente. Lo colocó en una bolsa hermética con hielo picado, y a la mochila. Revisó con la mirada y la memoria toda la habitación y, antes de irse, echó un último vistazo a Germán: recordó su expresión de niño asustado y decidió brindarle una generosa dosis extra de morfina porque, ante todo, él era un siervo del amor.
La caminata de regreso le sirvió para calmarse, aunque el sol amenazaba con traicionarlo de un momento a otro. Clemente apuró el paso y finalmente se puso a trotar, alcanzando el muro justo al alba. Este trabajo estaba terminado pero no estaba completo: la chica, naturalmente, tendría que morir.


Fragmento de la novela (inédita) «Dulce Jenny», de Florencia Benson.

lunes, 26 de septiembre de 2016

Mundo Bosque de HERNÁN DOMÍNGUEZ NIMO - Banfield



Gor hunde los dedos en la tierra, a través de la gruesa capa de hojas que la recubre como una segunda piel, y los deja ahí, enterrados en el humus negro y frío, como si esperara que sus manos arraigaran. Pero sabe que no es el momento. El sol aún no ha aparecido. Sin luz y calor —sin sol— las raíces no crecen.
Una ráfaga de viento lo sacude y empieza a temblar como una hoja seca. Frío mezclado con miedo. En su mente, agitada por los nervios, se mezclan la necesidad acuciante de avanzar ya, amparado por la oscuridad, y el deseo casi insoportable de ver al sol asomando por el Borde del Mundo.
Está desobedeciendo a Grogr, a los Árboles del Círculo. Pero no es sólo el temor al castigo. Ni a los Monstruos. El Círculo ha quedado muy atrás y los Árboles que lo rodean son desconocidos para él. Y él para ellos. Quizá duermen, pero puede percibir su mirada hosca y reprobatoria. La ira de estos Árboles puede ser mucho mayor que la de los que le permiten convivir junto a ellos todos los días.
Otra ráfaga lo azota, levanta las hojas del piso y las lleva volando hacia atrás, hacia el Círculo, junto con sus recuerdos.
El Mundo, es plano y pequeño. Eso es lo primero que recuerda. Lo primero que aprendió.


El Mundo es plano y pequeño. Más allá del Borde esperan los Monstruos, listos para atacar a quien abandone la seguridad del Mundo.
Era de noche. Gor corría dentro del Círculo. Syuh corría detrás suyo, intentando tocarlo. A Grogr no le gustaba que hicieran ruido, por eso corrían en silencio. Tampoco le gustaba que corrieran.
A los Árboles no les gusta correr. Si algún día queremos ser Árbol, no deberíamos correr. Tampoco caminar.
Pero era de noche. Los Árboles dormían bajo la luz de la luna. Por eso Grogr les permitía correr.
Gor siempre había sido más rápido que Syuh. Pero ahora las piernas de Syuh se habían vuelto más largas y corría más rápido. Quizá las piernas de ella habían recibido más sol que las suyas. Gor supo que Syuh iba a tocarlo, pero no quería. Si lo tocaba iba a perder y él tendría que correr tras ella para tocarla. Cuando Syuh estuvo cerca y estiró la mano hacia su espalda, Gor saltó hacia un costado, salió del Círculo y se escondió detrás de un Árbol de afuera. En el recuerdo, a veces ese Árbol que lo escuda es Áspero. Otras, Muchos Brazos.
Grogr lo agarró de una mano y tiró de él con fuerza. Lo arrastró por el piso hasta el Círculo. Allí lo soltó y lo miró, la respiración agitada por el esfuerzo. Grogr no estaba acostumbrado a correr ni a hacer fuerza.
Gor se frotó el brazo pero no se quejó por el dolor. Grogr estaba enojado con él. Gor no entendía por qué. Se lo preguntó con gestos.
La respuesta de Grogr llegó en movimientos apurados, imposibles de comprender. Gor se lo dijo con una mano y Grogr volvió a tironearlo para ponerlo de pie y enfrentarlo a la oscuridad más allá del círculo.
¿Qué hay allá? le preguntó, la mano moviéndose casi afuera de la vista.
Gor no sabía. Nadie sabía.
Escucha.
Gor escuchó.
Estaba el sonido de los brazos de los Árboles, moviéndose apenas al ritmo secreto del viento. El ruido mismo del viento al pasar entre los troncos y agitar las hojas en el piso.
Gor sonrió de pronto. Los grillos.
¿Era eso lo que Grogr quería mostrarle?
Grogr negó con énfasis y lo obligó a seguir prestando atención. En un costado, pudo ver a Suyh muy quieta, asustada, atenta a ellos dos, la mirada tan interrogante como la suya. No le gustaba ver a Suyh así, asustada. Se obligó a prestar atención, a descubrir lo que Grogr le mostraba. Cuando lo descubriera, Grogr dejaría de actuar extraño.
Pasó el viento, una y otra vez. Gor iba a indicarle a Grogr que no había nada pero un rugido lo sacudió de miedo. Quiso esconderse detrás de Grogr pero él lo obligó a permanecer donde estaba. El rugido volvió a repetirse, con menos fuerza.
¿Qué es eso? preguntó mirando a Grogr, señalando el rugido.
Son los Monstruos. Están afuera del Mundo.
Ahora que sabía qué escuchar, Gor los oyó, una y otra vez. Comprendió que siempre los había estado oyendo, sonidos que había pensado parte del mundo. Los rugidos se superponían, se entremezclaban, se atacaban unos a otros. A veces, uno más fuerte se imponía a los demás, haciendo temblar al Mundo y a los Árboles, y luego desaparecía para dejar que los más pequeños siguieran con sus rugidos más débiles.
Gor nunca pudo dejar de escucharlos. Cada rugido perpetuaba la lección. De noche, los ruidos del mundo se apagaban como el sol y los Árboles impedían que los Monstruos invadieran el Mundo. Pero sus rugidos evadían la muralla viva y penetraban en cada rincón, anunciando que estaban allí, afuera, esperando.


Una llovizna tan fina como la niebla comienza a caer y cubre de un brillo lustroso las hojas caídas. Poco a poco la humedad se condensa en su pelo. Gor observa las diminutas gotas que escurren una a una sobre su nariz. Es el único movimiento perceptible en su cuerpo. En el Mundo.
Gor desearía ser calmo como el agua. O rápido como el viento. O fuerte como la luz. El agua, la luz y el viento no son de este Mundo. No viven en él. No están regidos por sus reglas. Pueden recorrerlo todo sin temor a los Árboles. Pueden salir de él sin miedo a los Monstruos.
Su mano derecha toca algo duro. Lo reconoce al tacto. Una semilla. Un retoño. Un regalo de los Árboles.

Recorre el suelo con mirada experta, adiestrada por años de recolección. Sin necesidad de remover las hojas, descubre más, aquí y allá. La comida que escasea en las cercanías del Círculo aquí reposa en abundancia, esperando a ser recogida. Gor comprende que hay mucho, porque nunca vinieron a este lugar a recolectar. No saben si los Árboles de esta parte del mundo se lo permitirían. Tampoco sabe si le permitirán vivir cuando despierten y lo vean. Sólo una noche de luz se aventuró Gor a recolectar lejos del Círculo, desobedeciendo a Grogr.

Continuará... (en papel)

viernes, 23 de septiembre de 2016

Te denuncio todo de GUSTAVO GRAZIOLI - Aldo Bonzi

Bajé la marcha a cuarenta kilómetros cuando entré al barrio de Aldo Bonzi, por ese boulevard que te recibe con un cartel que dice «pueblo verde». Por la ventanilla se ven caballos dispersos en parcelas alambradas que recrean un escenario bucólico; si hay sol la postal luce mucho mejor. El avance de los segundos queda estéril, la amenaza del apocalipsis se reduce a cero. El cuore descansa de las constantes amenazas de quedarse suspendido en los andamiajes del stress. Acá estoy, llegué antenoche y estoy cuidándole la casa a un amigo que se tuvo que ir de urgencia a España a ver su madre. A la mañana mirando el diario (que al parecer lo recibe todos los días) mientras desayunaba, leí la mejor noticias de todas, la que ningún lector de este diario se esperaría porque la tildarían de bizarra. «El caso de Mudo deja boquiabierto a medio pueblo de Aldo Bonzi», decía en letra grande y negrita. No entendía de quien estaban hablando pero parecía ser algo fuera de lo común. Según la noticia había una persona habitando este barrio al que acusaban de portar una «deformidad moral» porque todas la noches intentaba tener relaciones con una estufa o más específicamente con los barrotes que recubría el saliente tuvo de calor de una estufa. Solo me salió fruncir las cejas ni bien leí la noticia completa y terminé de darle el último sorbo a un frío café con leche, ya pensando en dejar todo acomodado.      
En ese rato que me llevó limpiar la cocina y lavar una taza, escuché que un montón de voces hablaban de alguien. Me di cuenta por donde venía la mano y salí a tratar que alguien me explicara qué era lo que estaba pasando, pero todos andaban atentos a la manada de móviles de televisión que habían llegado. «¿Alguien conoce donde vive Enrique Mudo?», preguntó un tipo de traje y con un micrófono en la mano. Casi todos los vecinos que estaban reunidos contestaron a coro el nombre de una calle y se posicionaron detrás del periodista camino hacia allá. Cualquiera se hubiese imaginado que era un asesino por como lo buscaban; paraban en todos los negocios para preguntar si lo habían visto salir de su casa, etc. «Es un tipo que no habla con nadie y después de las nueve de la noche sale a andar en bicicleta», aproximaba Herminia del otro lado del mostrador de su negocio, mientras dos cámaras le apuntaban directo a la cara con una luz artificial. «Ah y es sordo», agregó al final. Hablaban todos a la vez, buscando el ojo central de esas cámaras y a los empujones se disputaban el mejor lugar para mandar un saludo. Según otro vecino, que tenía una montañita de saliva espesa en su labio inferior,  todo empezó hace una semana. Relata que lo vio sentado, como casi todas las noches, en un sobrante de construcción que quedó en la pared del kiosco de regalos y que en una de esas al asomarse por la ventana fue cuando lo pescó penetrando una especie de tubo por donde se concentra el calor de la estufa al estar prendida. «Estaba dale que dale el depravado este. Salí con un palo a reventarlo, me vio venir y todo, pero siguió en la suya. En ese cruce de miradas vi que tenía la cara llena de placer y los ojos como si estuviese muerto», comentaba, indignado, a uno de los cronistas con las cámaras encima. Después todos amontonados gritaban a las cámaras, como si lo tuviesen enfrente, que lo iban a matar por pajero. Cuatro de esos vecinos que reclamaban por seguridad ante esta persona, se definían como los denunciantes de las redes sociales y dejaban su página de Facebook para aquellos usuarios que desearan hacer alguna acusación de algo. «Este es el momento justo para hablar y buchonear a los hijos de puta. Sí, escucharon bien, dije buchonear. Hay que denunciar y filmar con los celulares todo lo que sea necesario. A este pajerito ya lo vamos agarrar», gritaba una mujer, mirando fijo a las cámaras.

Continuará...

(En papel)

jueves, 22 de septiembre de 2016

El cura demonio de AUGUSTO DIPAOLA - Tigre

Lamento, desde lo más profundo de mi ser, estar atravesando nuevamente un estado de terror tan paralizante. Lo peor del caso es que el responsable de esto, aunque cueste creerlo, es mi fallecido abuelo.  
Recuerdo que en mi niñez cada vez que me quedaba a pasar la noche en su casa, él entraba en mi habitación y narraba, con un inquietante tono de voz, un episodio que, supuestamente, le había ocurrido de chico, cuando vivía en la ciudad de Tigre.
Luego crecí. Mi abuelo murió cuando yo tenía 27, hace cinco años. Lloré su muerte un largo tiempo, hasta caer en una horrible depresión. Aquella historia comenzó a retumbarme en la mente desde el día en que lo enterramos hasta que el psiquiatra me recetó cierta pastilla, meses después. Recordaba en ese lapso su ronca voz hablándome al oído. Sufrí. Sufrí por la pérdida, pero también por su siniestra herencia. Durante una gran parte del duelo, lo odié con todo mi corazón ¿Cuál podía ser el sentido de contarle semejante crónica a un chico de tan corta edad? Luego me convencí que mi abuelo era un mentiroso, que esa historia no podía ser cierta. Quizás esa había sido la única manera que encontró para que yo le prestara atención. Mi otro abuelo me llevaba a la cancha, pero él odiaba el fútbol. Odiaba todo, en realidad.
La semana pasada, y no sé bien por qué, volví a soñar con él y su relato. Me desperté agitado cuatro o cinco veces en la madrugada. Abría los ojos, angustiado, oyendo el aterrador sonido de la lluvia explotando en las persianas. Lloré, y no me avergüenza reconocerlo. Amaba a mi abuelo, pero lamentablemente me traumó con su macabra experiencia. Sí, hoy me atrevo a afirmar que fue una experiencia. Sé que lo vivió. Lo comprobé. Estoy enojado y confundido. También arrepentido. ¿Por qué acepté pasar el fin de semana en Tigre? ¿Por qué?
   
La primera vez que me contó la historia yo tenía apenas cinco años. Fue en mayo de 1989. Me había quedado a dormir en su casa, como casi todos los viernes. Cenamos milanesas con puré, mi comida favorita de esos tiempos, y de postre una torta de chocolate hecha por mi abuela. Me habré ido a acostar cerca de las once. Esa noche, mi abuelo ingresó en la habitación, como percibiendo que yo no me podía dormir. Se sentó al borde de la cama y me dijo:

    —    Martín querido, si supieras lo mal que lo pasé a tu edad.

Yo, no entendiendo a qué se refería, le pregunté por qué. Y continuó.

   Mi mamá, tu bisabuela, me llevaba a misa todos los domingos, en Tigre, mi ciudad natal. Nos levantábamos temprano y, primero, paseábamos un rato por la costanera. Admirábamos el río. Tigre no era como hoy. No había tanto asfalto, te diría que muy poco. Era una ciudad chica pero maravillosa. Lo sigue siendo, aunque es diferente a aquellos tiempos. No había canteros en medio de las calles, ni tantas palmeras como hoy en día. Como te decía, dábamos unas vueltas por la costanera y caminábamos, despacito, hacia la Iglesia.

Hasta allí me parecía una historia común y corriente. Si bien yo no iba a la iglesia, varios de mis compañeros del jardín sí. Lo terrible comenzó un instante después, cuando al hablarme la voz se le puso ronca y sus ojos, inyectados, se le humedecieron.

    La iglesia era enorme. El nombre del cura no te lo voy a decir. Las pocas veces que lo volví a nombrar, algo malo sucedió durante el día —al decirme eso, una pequeña lágrima recorrió su mejilla. No era una lágrima de tristeza, sino de bronca, lo noté— ¿Qué tenía que hacer yo en una Iglesia, Martín? Aún hoy, 50 años más tarde, no le encuentro explicación. El cura era un tipo malo, malísimo. Apenas entrábamos sentía su mirada clavada en mi frente. Era rubio, grandote. Más que un cura, parecía un boxeador ruso de peso pesado. Me aterraba.

Mi abuelo comenzaba a asustarme. No era el mismo tipo que había cenado conmigo una hora atrás, parecía otra persona. Siguió:

—  A mamá le gustaba que nos sentemos en la primera fila. O sea, teníamos que caminar   un montón de metros entre los fieles, que me asustaban casi tanto como el cura, hasta       llegar a su asiento favorito. Una vez allí, escuchábamos el sermón. Nunca entendí ni una   sola palabra. Me sigo preguntando si el tipo hablaba en latín, pero creéme Martín, yo no     lo entendía. El cristo que estaba detrás de él, parecía que se me caía encima. Siempre       pensé que mi muerte iba a ser aplastado por ese enorme crucifijo. Lo único que me salía   hacer, era temblar. Ni siquiera me animaba a cerrar los ojos. Una vez, el cura vio a una       persona con los ojos cerrados y le hizo pasar el papelón de su vida. No me quería               arriesgar a eso.

Esa noche, en pleno relato, la cabeza comenzó a dolerme muchísimo. Es el primer registro que tengo sobre mis recurrentes dolores de cabeza. Obviamente, con el tiempo, también le eché la culpa de eso a mi abuelo.

— Calculo que esta parte no me la vas a creer pero te juro por nuestra familia que es real,   Martín: una mañana de febrero, en plena misa, alcancé a ver cómo el cura ocultaba           entre sus ropas unas enormes y repulsivas alas que sobresalían de su espalda. El tipo       era un enviado de Satanás, lo supe en ese preciso instante. No sé si me explico.


Sí, se explicaba. Insisto, contarle semejante atrocidad a un nene de cinco años me parece aberrante. Me llevó años de terapia poder sacarme esa imagen de la cabeza. En realidad, dos imágenes: Una, la de mi abuelo narrando, atormentado y atormentándome. Y la otra, el maldito cura demonio, con sus alas escondidas dentro de la sotana: cada vez que cerraba los ojos, lo podía ver.

Continuará...
(En papel)

lunes, 19 de septiembre de 2016

La abeja en el country de JANICE WINKLER - Esteban Echeverría

Mis padres viven en Canning, partido de Esteban Echeverría. Para que la gente se ubique, los he oído decir Ezeiza, pero en realidad no es. Su casa fue una de las tres primeras en construirse en uno de los primeros countries que hoy conforman la llamada, precisamente, zona de. Pero cuando la construyeron, la casa era un punto perdido en el yuyerío. El atardecer no se veía con sus franjas rosadas en el horizonte. El atardecer nos tapaba como una ola gigante, maremoto. Y después, tenía que cerrar los ojos, frunciendo toda la cara, para no ver la boca de lobo que contaba con la casa como única fuente de iluminación, desde que se escondía el sol hasta que volvía a despertarse. Recuerdo las arañas peludas que, decía papá, siempre venían de a dos y que si se mataba a una, la otra podría vengarse. Se me vienen en stop motion las imágenes de la urbanización. Las casas que se empezaron a erigir como lápidas que escupe la tierra. Se me vienen los perros sueltos y, de golpe, el enrejado —que hoy cuenta con descarga eléctrica— y, más adelante en el futuro que fue mi pasado, los guardias de seguridad que con sus botas cortaban el frío de la noche y nos cuidaban. Pero yo le preguntaba a mamá si había cerrado bien con llave, aunque no se estilaba, ni se estila aún; no tenía miedo de que entraran ladrones, los que me hacían subir el frío por la columna eran los guardias. También, con el tiempo, mis padres se hicieron amigos. Algunos tenían hijos, que jugaban conmigo, que me acompañaban en la colecta de bichos bolita y la crianza de ranas bebé. A la casa íbamos solo los fines de semana, de viernes a domingo. En un punto había un tren que hacía de corte a la ruta y al auto se acercaban hombres con cajas de cartón repletas de turrones o alfajores. Papá siempre me compraba algo y le daba un pilón de billetes al vendedor. De día el juego era alargar las horas de claridad, que no llegara la noche, que a las arañas no iba a poder distinguir, que los perros ladraban más fuerte, que los guardias. Muy pocas noches salíamos. Había uno o dos restaurantes en Monte Grande, donde hoy se construyen edificios con pisos de cemento alisado y amenities. En esa época, en mi infancia, no estaba el cine ni el gran supermercado ni la pollería ni más de una farmacia. En esa época, las luces las ponían los autos. Y entonces, recuerdo, cuando yo tenía once o doce años, una noche, salimos con mis padres y una pareja de amigos con sus dos hijos, todos en nuestro auto que era largo largo, y de pronto, incrustados en la ruta, escuchamos estallidos. No era Navidad ni había cosa que festejar. Dijeron todos  «son tiros». Papá hizo luces y ahí vimos unas figuras humanas, hombres creo y sí, quedamos en medio de un cruce de fuego. Yo iba adelante, a upa del amigo y él dijo «cuerpo a tierra», abrió la puerta y caímos los dos: lo último que recuerdo de esa noche. Después fue empezar de cero y seguir aprendiendo, pero de otra forma, absorbiendo las palabras de los demás. Siempre se aprende, en cualquier plano. Observar, observar y observar. Oír, prestar la oreja. La idea de que uno se queda para siempre en la edad de la última foto es errónea.

Continuará...
(En papel)

viernes, 16 de septiembre de 2016

Vuelta de Calesita de LEO DAVICO - Ezeiza


El asunto es más o menos así: mi barrio, aquel mínimo rincón de Ezeiza en donde crecí, es uno de esos lugares en los cuales, según las viejas, gracias a Dios nunca pasa nada... Nada «malo», quieren decir, aunque en verdad no pasa ninguna de las tres cosas; ni lo malo, ni lo bueno, ni un carajo. Y eso me confirma en la determinación de rehusarme a creer en —y venerar a— un «dios» que garantice esa clase de inercia estúpida. Quizá por ello sea que abjuré hace tiempo de la fe cristiana...
¿Cómo puede ser que, desde hace ochenta años, semejantes mastodontes de hierro con alas pasen por allí mugiendo fuerte, casi raspando los techos, y jamás uno solo de ellos haya tenido que aterrizar de emergencia en medio de una calle? Será horrible irme de este mundo sin ver eso, si lo imagino desde niño, cuando rezaba para que un avión cayera de panza un domingo sobre la escuela... Sí, es probable que a ese mismo dios que hoy niego le rezara, ¿y qué? También podría haber niños en el avión, aunque no tantos como en la escuela un día hábil...
Es tan extraño mi barrio con puertas a la vía férrea del Roca; yo hubiese plantado otra estación allí. El Jagúel, Ezeiza, A.T.E, Unión Ferroviaria, etcétera... Podría haber existido también la estación Etcétera, ¿por qué no? El Universo es precisamente eso: infinitas posibilidades. Pero los hombres sufrimos la condena atroz de experimentar, no todas esas posibilidades juntas uno solo de nosotros, sino todos juntos una sola. O sencillamente nos negamos a ver las demás. Los vecinos de Barrio A.T.E son especialistas en ello, créanme. En ese barrio mío nunca pasa nada, o, peor aún, siempre pasa lo mismo, casi cada día. Y ¿quién o qué se ha arrogado el derecho de endilgarnos tamaño castigo...? No lo sé yo, quizá menos que nadie... Tan sólo estoy capacitado para imaginar cosas raras, como ahora, que intuyo esta repetición absurda como algo eterno. Hace al menos una semana tuve ocasión de comprobar la existencia de esa suerte de bucle temporal cerrado en que toda esa gente ha ingresado hace siglos tal vez, e incluso llegué a experimentar en carne propia el imperioso afán de operar esa iteración maniática que ellos llevan a cabo como muñecos, o títeres, o perfectos autómatas esclavos de quién sabe qué fuerza, esa rutina circular ad infinitum
Y puedo asegurar que se trata de algo muy capaz de vencer al poder de la voluntad humana, porque yo mismo entré un lunes en la rueda, y logré salir recién el día jueves, echando mano al viejo truco de faltar al trabajo (ese clásico as en mi manga), y asegurándome de cambiar de tren el viernes para acudir a Ezeiza, por las dudas. Pero no sólo por ello logré escapar de la vorágine, y pasaré a explicarme. El A.T.E es un conjunto de viviendas casi idénticas. Mediante un estudio somero de esas arquitecturas, basado principalmente en la observación directa, yo he conseguido distinguir apenas cuatro modelos de chalets y casas de estilo americano, tal vez cinco, que se repiten a lo largo de cuadras y cuadras, acrecentando, exacerbando en grado sumo, aquella sensación de irrealidad que tanto me asusta, que turba mi ánimo. Incluso las diferencias entre esos pocos modelos no son tan significativas; se trata de detalles sutiles nada más. Únicamente dos especies arbóreas techan sus veredas, y cada tanto es dado chocarse con un anciano que riega la suya de un modo casi vehemente. Cada cien metros se ve a uno, y esto es indefectible. Todavía nadie me ha dado cuenta de similares observaciones. Eso me induce a sospechar que nadie supo hasta hoy de este fenómeno que podría ser considerado como algo increíble, como una magia, si no fuera antes que nada algo triste. Ese fatídico lunes bajé del tren y caminé por las calles bordeadas de fresnos enormes que forman un túnel en tanto que unen sus dedos entre sí por encima de la calzada. Y a lo largo del trayecto vi a esas mujeres que acompañan a sus hijos a la escuela; a esos empleados en sus autos, yendo a trabajar, a esos locos que corren dormidos y no para escapar, sino porque hace bien, a ese maldito diariero vi, flaco y viejo, charlando con su hijo idéntico a él... y el día martes me los crucé a todos casi en los mismos lugares, y sus saludos fueron para mí algo parecido a una burla. Todo me sonó a burla, si no sólo las personas repitieron sus actos del día anterior; también unos perros en busca de alimento, y una bandada de gorriones que pasaron volando de a tres o de a diez, hasta las mismas ramas de los mismos árboles trazaron las mismas figuras en su danza al compás del viento (tal vez, el mismo viento). Nada en absoluto sé a propósito de la física de partículas, ni de lo que haya dicho Einstein (viejo podrido, parece que tu dios no juega a los dados, pero sí a la ruleta...) No sé nada, salvo que nada es absoluto... y toda la relatividad podría estar más que demostrada en este tonto juego del perro que persigue su propio rabo, en este carrusel con vueltas gratis. ¿Dije gratis?. 

Continuará...
(En papel)

jueves, 15 de septiembre de 2016

Caprichito de LORENA MORENA - Virreyes


Me paso planificando cosas que me saquen de esta rutina que me aburre, me abruma, me muestra lo poco que logré y lo mucho que me falta. Dentro de esta cotidianidad, a veces soy feliz. Pocas veces. Con estimulantes acordes a una chica bien como yo. Infeliz. Insoportablemente consentida.
Por eso, mi cabeza no para de maquinar escenarios que me llenen de adrenalina. Ya no me genera ninguna sensación ni mi carrera, ni la San Andrés, ni las salidas con las chicas de hockey, ni los chicos del Olivos Rugby Club, las fiestas electrónicas, los VIP de los boliches de moda, la ropa, los viajes, los garches pasajeros o mi novio ideal que mamá adora.
Vivo en un estadio que va de la tristeza al cansancio, al bajón, a la insatisfacción permanente. De todos modos, esta es mi vida y no la voy a cambiar. Es cómoda, puedo mantener las apariencias. Por eso soy una buscadora incansable de una realidad paralela, llena de escenarios y situaciones border tan extremas que podrían espantar a cualquiera. Sí, me gusta la sensación de quemarme con fuego, de que todo se vaya a la mierda. No soportaría terminar en la mediocridad del te de los domingos y la rutina de mi semana. No, no voy a hundirme en la tristeza y los clonazepan como mi madre. ¿Contradictoria? Sí, también. La monotonía de mi vida llena de abundancia y caprichos consentidos me hace activar.
Pienso, planifico, elaboro un plan, una obra.
Lo tengo.
Me subo al Mini Cooper. Me voy hasta Puente Saavedra, a una «saladita» en una galería que destila grasa. Ya está. Ya tengo el vestuario para mi personaje de esta noche. Antes de volver, paso por un Farmacity.
Llego a casa, estoy sola como siempre. Ni siquiera la paraguaya que limpia está hoy. Le tocó franco.
Me baño y uso el Plusbelle que me compré y el Impulse berreta. Me calzo los jeans. Son tan apretados que no puedo ni respirar. Me pongo la musculosa violeta de modal casi tan ajustada como el pantalón. Me hago EL peinado. El toque final son los brochecitos de plástico ordinarios de colores. Me miro al espejo. Me gusto, me siento sensual, soy una perra. Ya no es de Mecha la silueta voluptuosa que se refleja. Esta es «la Yesi».
Llego a la estación Acasusso del Tren Mitre. La gente comienza a mirarme. Esta chica no pertenece a este lugar. Primer objetivo cumplido.
Me siento al lado de un viejo pajero que no deja de mirarme las tetas. Lo dejo. Me bajo un poco más aun el escote.
Me levanto y miro las estaciones del recorrido del tren, esas que no pertenecen a la Zona Norte acomodada. Carupá, Victoria, Béccar. Virreyes es la que elijo.
A las once de la noche ya estoy caminando por un boulevar oscuro como boca de lobo. «Boca de lobo, ojalá me coma» pienso mientras voy a paso lento. Siento miedo y es eso lo que me hace seguir, lo que me genera una adrenalina que sube por mi cuerpo y hace que mis mejillas hiervan.
Miro hacia la vereda de enfrente y veo un boliche onda bailanta, lleno de chicos y chicas de esos que se ven en Policías en Acción.
Cruzo el boulevar y encaro a un grupo de pibes que están sentados en la vereda con una botella de plástico cortada a la mitad, llena de un líquido oscuro que puede ser Fernet. O tal vez vino. O vaya a saber qué, no importa. Atrevida, le digo al que tiene el trago en la mano:
—¿Me convidás?
—Obvio, amiga —responde amablemente— ¿Estás manija? Tomá lo que quieras —me dice con una mirada encantadora, dulce y desorbitada.
Sin dejar de mirarme fijamente, invita:
—Sentate, colorada. Tomá, ¿querés un bartulo?
No tengo idea de qué es ese trago ni la pastilla celeste que tomo sin dudar. Claramente, esto no es de diseño, de esas que conozco bien y ya me aburrieron. Esta tiene una forma diferente.
El miedo es cada vez mayor. Estoy en un estado de exaltación por la mezcla de lo que ingerí, el lugar, la noche y mi personaje. Todavía tengo dudas si se comieron el cuento de la turra colorada, pero ya estoy jugada.
El flaco me codea y me dice:
—Tranqui, está todo piola. Vamos a entrar re puestos a Tiburón.
La adrenalina que tenía cuando cruzaba el boulevar no me dejó ver el enorme cartel luminoso, de neón, con el nombre de lugar.
De repente, me agarra la mano y me da una bolsita verde de supermercado, con una moneda. Esto si se que es. Merca. Ni me preguntó si quería, lo dio por sentado. Nunca había tomado así, con una moneda, ni en la calle. Siempre lo hice snob y cool. El plan está funcionando perfectamente.
El Piru", así le dicen a mi nuevo amigo, me invita a alejarnos del grupo. Y termina cogiéndome en el costado de las vías del tren, yo con los pantalones bajos, el culo en la mugre del pasto, los dos calientes y locos.
En un segundo, se incorpora y me dice «guarda con esos que vienen ahí». Miro hacia mi derecha y veo a esa patota de cuatro o cinco tipos que venían derecho a nosotros, gritando algo que no se entendía.

Como un rayo, el pibe se levanta y saca no sé de donde un cuchillo. Un Tramontina, sin dudas.Esto ya no me gusta. ¿O sí? Sí, me gusta.

Continuará...
(En papel)

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Crónica de FERNANDO ROSALES - Merlo

          Noche. Lo oscuro se cierne sobre las calles pavimentadas y humedecidas con esa lámina de agua impura, permeables con caucho y aceite, se sienten los focos artificiales como soles de ficción; también se confunden los personajes que caminan… vacilantes en su forma de ser; in situ Merlo; barrio, entre el hambre y la solidaridad; el temor y los atardeceres, entre la locura y la colonización del pueblo; puede resultar muy nutritivo para nuestros sentidos sentarse a observar los distintos actores y actrices que conglomeran la escena nocturna, se esté donde se esté, se es lo que se es..

            Los colores refulgen con distintos matices, las formas de caminar de cada cual se identifican con la originalidad de la persona, el individuo más discreto puede ser el más profundo; y los desconfiados no buscan mundos nuevos; los hippies piden monedas para el tren, y los normales, que son los más locos…  algunos llevan paso rápido, al galope enfilan hacía la televisión, otros marcan el paso lento, tortuga galápago, y observan las estrellas, puntos en fuga, cual alfileres de oro y su luna curva, corneada, el viento acompaña y da empuje hacia delante, esperan del futuro algo incierto y pre-supuesto, otros no, son los denominados lunáticos; hay pocos en esa jungla pueblerina, y siempre apuestan a encontrar en el futuro algo que les de una iniciativa al pensamiento, al futuro más cercano, el del segundo primero, y creen que solo habitan en un presente adelantado centesimalmente, porque como ya podemos deducir desde el inconsciente, viven en completo enraíce con un pasado que no pueden olvidar.

            Una soledad queda, perezosa, hace de los bostezos burbujas del presente, es justo ahí, en los bostezos cuando con los ojos entrecerrados y una bocanada de oxígeno inspirado interiormente, ellos se conectan con el recuerdo, nostálgico o melancólico, y este les devuelve un instante fugaz del momento presente, así van y vuelven, estos lunáticos…

            Entramos al café para sentarnos en la mesa acostumbrada, una vez adentro, ya con la brisa artificial del aire acondicionado, me percato de que la mesa de siempre, estaba ocupada por una pareja; con resignación elegimos cualquier mesa, ya que era nuestra mesa o cualquiera.
    Ya se irán... —dice
    Ojalá —le repongo; afuera empezaba a lloviznar.

            Le pedimos a Daniel, el mozo, un simpático morocho con cara de ratón sin madriguera, una fría cerveza, empezamos a dialogar sobre lo que le venía diciendo antes del lapso de silencio al ver la ocupación de la mesa.

            Lo que me estaba empezando a causar esa pareja que hablaba sin parar era interés; yo estaba sentado de frente a la situación, que narro: él, pelo corto, remera blanca, fumaba sin parar y hacia ademanes exagerados, como justificándose por algo que hizo mal y de lo que no era culpable, cada 60 segundos se agarraba la cabeza; ella, pelo largo negro, bajita, trigueña, linda, se anticipaba a cada palabra que él profería, como si ya todo estuviese dicho.

Continuará...
(en papel)

martes, 13 de septiembre de 2016

El Club de MARCELO RUBIO - San Martín

Funcionó desde un año inmemorable, en el centro de la ciudad de San Martín frente al Palacio Municipal, el exclusivo Club del Olvido, cuyos prestigiosos miembros recibían un carné que les franqueaba el ingreso a la entidad y les permitía gozar del beneficio de olvidar absolutamente todo. Si bien es cierto que en el seno de la comisión directiva existió siempre un conflicto sobre lo que era absoluto y relativo, tal discusión filosófica terminó, obviamente, olvidada. Simple es saber que nadie recuerda haber formado parte del club, nadie tiene su carné social, nadie nunca abonó la cuota mensual: todo esto es una muestra concreta de la existencia real de una institución que nos permite andar livianos sabiendo que en algún momento olvidaremos todo, lo hermoso y lo terrible.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Carne de ROGELIO OSCAR RETUERTO - Moreno

                                                                      1.
En los confines del conurbano, en donde Moreno se apretuja en un racimo de asentamientos que se aferran entre sí para no suicidarse sobre las putrefactas aguas del Río Reconquista, vive Jorge con su mujer y sus suegros.
Desde hace nueve años, la desocupación y la inflación, engendradas en orgías sanguinolentas en despachos del Ministerio de Hacienda y de la Cancillería, se extienden como una sombra que cubre ya hasta los últimos rincones de la Patria. Solo los ricos y poderosos habitan bajo los agujeros de un manto de muerte y desesperanza por los cuales el sol aún se cuela para alumbrar la vida de unos pocos.
Las calles del conurbano se desertifican de vida en cada atardecer para preñarse de olores a muerte. Viejos desposeídos arrastran su miseria por las calles nocturnas huyendo de los traficantes de órganos. Los pibes de la calle pertenecen a una estampa del pasado en la que la vida aún resistía en las ranchadas de las estaciones terminales del ferrocarril. Los órganos de los más jóvenes valen demasiado para dejarlos con vida. Ya no existen, se extinguieron.
Algunos sicarios deambulan con sus motos en búsqueda de la próxima presa que les permitirá comer y drogarse por un puñado de días más. Las tanquetas del gobierno rondan las calles de la ciudad en búsqueda de un blanco para volar. En alguna fábrica abandonada, el olor a pelo quemado y el mosquerío sobrevolando las bolsas negras apiladas en las esquinas, denuncian la actividad de algún frigorífico clandestino de carne humana. En el mercado negro una pierna se cambia por veinte litros de agua potable, un torso por cincuenta, un cuerpo entero vale cien.

Hace dos horas que Jorge da vueltas en la cama y no puede dormir.
—¿Qué te pasa, flaco? —pregunta Betty.
—Nada. Dormite.
Betty se levanta de la cama y se acerca a la ventana para ver entre las hendijas de la tapia de maderas a dos tanquetas del ejército que pasan a toda velocidad.
—¿Qué pasa, Betty?
—Son tanquetas. Pasaron a los pedos. Se ve que persiguen a alguien
—¡¡¡Trratktktktk!!!
—¡Uh! ¡Pobres pibes! –exclama Betty compungida. Jorge se levanta de la cama y se pone detrás de Beatriz mirando por la hendija que oficiaba de mirilla.
—¿Los conocés, Betty?
—No sé. No parecen de acá. Se visten como los del otro lado del río. Los del campo de detención.
—¿Cuántos eran?
—Cuatro. Los mataron a todos
Jorge y Beatriz vuelven a la cama.
—Dale, flaco, decime qué te pasa.
—La mierda que cenamos hoy es lo último que nos quedaba. Nos queda agua hasta el martes y la entrega mensual de mercadería y agua es recién el viernes que viene.
—¿Tan poco nos duró, flaco? —Jorge mira a Betty con un dejo de ironía. Betty está sentada en la cama abrazando sus piernas flexionadas. Esconde su rostro entre las rodillas y se pone a llorar.
—No llorés, Betty. Ya lo hablamos mil veces. A mí tampoco me gusta, pero tiramos hasta donde pudimos. Ya no podemos más.
 Betty levanta la mirada con su rostro empapado en lágrimas       
—Vos no me entendés porque no tenés viejos. Mis viejos no comen lo que vos pensás —Betty se vuelve a esconder entre sus piernas.
—Aunque coman dos manzanas y tomen dos vasos de agua a la semana, nos mata, Betty. Sabés que bajaron las raciones a la mitad. Además ¿sabés lo que nos haría el gobierno si nos encuentra compartiendo los suministros del Estados con dos viejos? La ley de abastecimiento y supervivencia es clara, Betty: cuarenta y nueve años ¡Cuarenta y nueve años, carajo! Los frigoríficos de carne humana pululan por todos lados ¿Por qué te pensás? Te dije que hasta el paraguayo, después de doce años de tener cerrada la carnicería, abrió una de carne humana en el galpón del fondo de la casa. Le pasa dos piernas por semana al oficial de calle y nadie vio nada. —Betty levantó su mirada. En su rostro se mezclaban el odio y el dolor en un collage de recuerdos y presentes.
—Te dije que no voy a entregar a mis viejos.

—¡¿Y qué mierda vamos a comer?! ¡Nos vamos a morir todos de hambre, carajo! ¡Vos, yo y tus viejos también! Y cuando estemos cagados de hambre y no tengamos fuerza ni para trabar la puerta, van a entrar en la noche por la fuerza, a vos te van a coger delante mío y después van a descuartizar a tus viejos adelante tuyo, después nos matan a todos y nos faenan. ¡Salvémonos nosotros al menos! ¡¿No querés vivir, mierda?! —Betty llora como una niña, desconsoladamente, anunciando una tragedia inevitable.

Continuará (En papel)

viernes, 9 de septiembre de 2016

Desaceleración de EZEQUIEL PALACIO - Nordelta

Entraron al barrio a las chapas. Parafernalia institucional policíaca cuando buscan falopas o giles que la revenden por unos mangos. Recortadas, grupo de tareas bien empilchado. Reforzados con metrallas. Iban cortando los pasillos de la villa hasta el centro. Sabían del aguantadero. Sabían que vendieron en un mes dos kilos de merca. Que zona norte estaba controlada por un tal Don Sucre.
Don Sucre vive del otro lado del muro que los separa de la villa en Nordelta. El negocio estaba encaminado hace rato y controlado de cerca. Don Sucre era un boliviano secretario del Cónsul boliviano en Argentina. La policía bonaerense lo sabe. Algunos diputados también.
Entraron al barrio en caravana diez, doce patrulleros de los mejores. Eran muchos. Hundieron las botas en el barro de los pasillos y empezaron a golpear puertas, sin detenerse. Sacaron del centro de la villa a diecisiete tipos. Los pescaron. Si, se la dieron a Don Sucre. Los arrodillaron a todos frente a la zanja que recibe el agua de lluvia de los countrys custodiados por un muro gris de tres metros de alto con alambres electrificados. Por eso el barrio ahora se inunda cuando caen dos gotas y el piso de tierra siempre esta húmedo.
Todo estaba revuelto. Conmocionado. Un poli golpea en la cabeza a un tipo que esta arrodillado. El piberío lo ve todo. Aprenden así. Algunos, los mas chiquitos lloran de nervios de miedos de angustia. Muchos se quedarán sin padre a partir de esa noche o desde antes, andá a saber…
Unos metros más allá, también sobre el borde del riacho mugriento, un pibito se arrodilla. Se levanta, agarra un palo y hace algo en el agua. Está oscuro. A nadie le importa. Las luces rojas y azules iluminan un poco. Sobre el charco de agua flota una pelota de cuero. El palazo hizo que se moviera. El golpe dio de lleno en la superficie del globo, y la bocha giró una dos tres veces con vergüenza. La parte mojada salió y se hundió y volvió a salir ya mareada de agua mugrienta y basura pegada. Los hilos, algunos, están malogrados. Los gajos que estuvieron bajo el agua andá a saber cuánto tiempo, empezaron a pudrirse. Estancada, la pelota de gajos cosidos número cinco, iba cediendo vigor, redondez, pureza… por suerte el pico quedó para arriba, por eso no le entró agua, además es una Tango original que de tanto potrero y rodar ya perdió los aires milongueros y yace triste sobre un charco podrido de realidad que nos inunda. Cuando logra rescatarla de su inmundicia, el pibe ya había hundido una gamba en el lodo putrefacto. Sintió que no zafaba. Que el barro le había agarrado la gamba porque con esa pierna él haría el gol en la final de un mundo que no existe y las gentes aplaudirían con fervor, su mama lloraría y el barrio pintaría su nombre en los muros. Cuando logró salirse de su propio desperdicio, pelota en mano, entró a correr. Estaba oscuro de luces rojas y azules. La hinchada tiraba cohetes, mucho bardo. Dos tiros lo alcanzaron en la espalda. Cayó rodando pelota contra el pecho hasta la zanja.