jueves, 22 de septiembre de 2016

El cura demonio de AUGUSTO DIPAOLA - Tigre

Lamento, desde lo más profundo de mi ser, estar atravesando nuevamente un estado de terror tan paralizante. Lo peor del caso es que el responsable de esto, aunque cueste creerlo, es mi fallecido abuelo.  
Recuerdo que en mi niñez cada vez que me quedaba a pasar la noche en su casa, él entraba en mi habitación y narraba, con un inquietante tono de voz, un episodio que, supuestamente, le había ocurrido de chico, cuando vivía en la ciudad de Tigre.
Luego crecí. Mi abuelo murió cuando yo tenía 27, hace cinco años. Lloré su muerte un largo tiempo, hasta caer en una horrible depresión. Aquella historia comenzó a retumbarme en la mente desde el día en que lo enterramos hasta que el psiquiatra me recetó cierta pastilla, meses después. Recordaba en ese lapso su ronca voz hablándome al oído. Sufrí. Sufrí por la pérdida, pero también por su siniestra herencia. Durante una gran parte del duelo, lo odié con todo mi corazón ¿Cuál podía ser el sentido de contarle semejante crónica a un chico de tan corta edad? Luego me convencí que mi abuelo era un mentiroso, que esa historia no podía ser cierta. Quizás esa había sido la única manera que encontró para que yo le prestara atención. Mi otro abuelo me llevaba a la cancha, pero él odiaba el fútbol. Odiaba todo, en realidad.
La semana pasada, y no sé bien por qué, volví a soñar con él y su relato. Me desperté agitado cuatro o cinco veces en la madrugada. Abría los ojos, angustiado, oyendo el aterrador sonido de la lluvia explotando en las persianas. Lloré, y no me avergüenza reconocerlo. Amaba a mi abuelo, pero lamentablemente me traumó con su macabra experiencia. Sí, hoy me atrevo a afirmar que fue una experiencia. Sé que lo vivió. Lo comprobé. Estoy enojado y confundido. También arrepentido. ¿Por qué acepté pasar el fin de semana en Tigre? ¿Por qué?
   
La primera vez que me contó la historia yo tenía apenas cinco años. Fue en mayo de 1989. Me había quedado a dormir en su casa, como casi todos los viernes. Cenamos milanesas con puré, mi comida favorita de esos tiempos, y de postre una torta de chocolate hecha por mi abuela. Me habré ido a acostar cerca de las once. Esa noche, mi abuelo ingresó en la habitación, como percibiendo que yo no me podía dormir. Se sentó al borde de la cama y me dijo:

    —    Martín querido, si supieras lo mal que lo pasé a tu edad.

Yo, no entendiendo a qué se refería, le pregunté por qué. Y continuó.

   Mi mamá, tu bisabuela, me llevaba a misa todos los domingos, en Tigre, mi ciudad natal. Nos levantábamos temprano y, primero, paseábamos un rato por la costanera. Admirábamos el río. Tigre no era como hoy. No había tanto asfalto, te diría que muy poco. Era una ciudad chica pero maravillosa. Lo sigue siendo, aunque es diferente a aquellos tiempos. No había canteros en medio de las calles, ni tantas palmeras como hoy en día. Como te decía, dábamos unas vueltas por la costanera y caminábamos, despacito, hacia la Iglesia.

Hasta allí me parecía una historia común y corriente. Si bien yo no iba a la iglesia, varios de mis compañeros del jardín sí. Lo terrible comenzó un instante después, cuando al hablarme la voz se le puso ronca y sus ojos, inyectados, se le humedecieron.

    La iglesia era enorme. El nombre del cura no te lo voy a decir. Las pocas veces que lo volví a nombrar, algo malo sucedió durante el día —al decirme eso, una pequeña lágrima recorrió su mejilla. No era una lágrima de tristeza, sino de bronca, lo noté— ¿Qué tenía que hacer yo en una Iglesia, Martín? Aún hoy, 50 años más tarde, no le encuentro explicación. El cura era un tipo malo, malísimo. Apenas entrábamos sentía su mirada clavada en mi frente. Era rubio, grandote. Más que un cura, parecía un boxeador ruso de peso pesado. Me aterraba.

Mi abuelo comenzaba a asustarme. No era el mismo tipo que había cenado conmigo una hora atrás, parecía otra persona. Siguió:

—  A mamá le gustaba que nos sentemos en la primera fila. O sea, teníamos que caminar   un montón de metros entre los fieles, que me asustaban casi tanto como el cura, hasta       llegar a su asiento favorito. Una vez allí, escuchábamos el sermón. Nunca entendí ni una   sola palabra. Me sigo preguntando si el tipo hablaba en latín, pero creéme Martín, yo no     lo entendía. El cristo que estaba detrás de él, parecía que se me caía encima. Siempre       pensé que mi muerte iba a ser aplastado por ese enorme crucifijo. Lo único que me salía   hacer, era temblar. Ni siquiera me animaba a cerrar los ojos. Una vez, el cura vio a una       persona con los ojos cerrados y le hizo pasar el papelón de su vida. No me quería               arriesgar a eso.

Esa noche, en pleno relato, la cabeza comenzó a dolerme muchísimo. Es el primer registro que tengo sobre mis recurrentes dolores de cabeza. Obviamente, con el tiempo, también le eché la culpa de eso a mi abuelo.

— Calculo que esta parte no me la vas a creer pero te juro por nuestra familia que es real,   Martín: una mañana de febrero, en plena misa, alcancé a ver cómo el cura ocultaba           entre sus ropas unas enormes y repulsivas alas que sobresalían de su espalda. El tipo       era un enviado de Satanás, lo supe en ese preciso instante. No sé si me explico.


Sí, se explicaba. Insisto, contarle semejante atrocidad a un nene de cinco años me parece aberrante. Me llevó años de terapia poder sacarme esa imagen de la cabeza. En realidad, dos imágenes: Una, la de mi abuelo narrando, atormentado y atormentándome. Y la otra, el maldito cura demonio, con sus alas escondidas dentro de la sotana: cada vez que cerraba los ojos, lo podía ver.

Continuará...
(En papel)

3 comentarios:

  1. Está bueno el concepto. Si bien, achicaría la parte de "Mira que ahi viene eh.. preparate", la imagen de las alas del cura guardandose en la sotana, es mas que potente!!

    ResponderEliminar
  2. Las comas por favor. Muchas y mal puestas. Requiere mucho trabajo.

    ResponderEliminar
  3. Más allá del comentario de las comas, que me sirvió para darle unos retoques y mejorar el cuento, creo que salió lindo. Saludos flor

    ResponderEliminar