viernes, 14 de octubre de 2016

La Pelada - PABLO LESPIAUCQ - Santos Lugares

Asistir a la Iglesia cuando no hay misa tiene poco sentido. Pero es evidente que, a los diez años, no cuestionaba los pedidos de mi abuela y allí estaba, sábado a la tarde, junto a ella, en su grupo de oraciones, entonando con dudosa afinación la página 14 del cantoral. El templo de la Virgen de Lourdes es tan antiguo que pocas personas recuerdan que antes estaba dedicado a otra advocación: San Antonio de Padua. Cuando la histeria por la aparición mariana en Francia se expandió por el mundo, aquel santo italiano fue trasladado, con imagen y cruz, hacia un triste rincón bajo la sombra de los eucaliptos.
La informal reunión de los fieles se realizaba en una moderna sala de techo bajo y paredes blancas que me resultaba más agradable que cualquiera de las cuatro capillas de columnas altas, bóvedas oscuras y vitreaux inalcanzables. Las señoras recitaban animadas y respondían a todos los salmos sin vacilar. Una anciana muy alegre repartió caramelos a los niños; es decir que me los dio todos a mí, porque yo era el único que soportaba al grupo de teclado, guitarra y palmas de la Asociación Católica de Santos Lugares. Aunque estaba aburrido, aquel día no podía fallarle a mi abuela. Iban a entregarle un hermoso crucifijo a modo de condecoración —que previamente había abonado— por su enorme espíritu caritativo.
La espera fue en vano. El padre Blas, encargado de bendecir el obsequio, había sufrido un retraso en una reunión en el seminario de Villa Devoto y llegaría unas tres horas más tarde. Nadie quiso esperarlo. En cuanto se leyó la última intención del día, con su correspondiente “Te lo pedimos, Señor”, la gente fue abandonando el recinto para regresar a sus casas y tomar el té. Mi abuela, cuya fe también tenía límites gastronómicos, decidió retirarse. En eso estábamos los dos cuando el sacristán nos cruzó el camino en el patio de la parroquia.
—Doña Olga —dijo delicadamente—, lamentamos mucho este problema, pero el Padre fue demorado de manera impensada. Tal vez el niño pueda aguardar unas horas y llevarle la cruz más tarde. Tenga en cuenta que mañana el padre Blas viaja a Santiago de Chile y estará allí un mes.
Así fue. Me tuve que quedar sentado sobre la fuente de agua bendita mientras el sol se ocultaba. Durante mi abrumadora espera descubrí cuatro fallas en la trama de las baldosas y comprobé que la imagen de Santa Bernardita de Lourdes, efectivamente, miraba hacia la Virgen erguida en lo alto de una gruta simulada. Sus ojos de adolescente admiraban el milagro mientras permanecía arrodillada. Pero yo no era material para santo y carecía de su virtuosa paciencia. Sin embargo, cuando empezaba a fastidiarme, la enorme puerta de madera se abrió de par en par y el sacerdote me invitó a pasar. Extendí el brazo, abrí la mano y el padre Blas colocó la cruz plateada para luego cerrar mi puño de inmediato.
—Listo, muchacho —me dijo—. Disculpa el tiempo que has perdido. Ahora camina derechito hasta tu casa y cruza rápidamente la plaza, porque Dios sabe qué criaturas malignas la habitan a estas horas.
No comprendí si el cura se refería a simples ladrones o a espíritus vagabundos y brujas. Apurado por el frío, comencé a caminar más rápido, mientras pensaba en comer alguna medialuna que hubiera sobrado de la merienda durante mi ausencia. Una larga columna de automóviles retrasó mis pasos y, cuando estaba a punto de cruzar la calle Estrada en dirección a la plaza, sentí que me atravesaba una ráfaga de viento. Había sido un toque suave como una caricia. Tuve un extraño presentimiento, como el que se tiene al anticipar que uno dejó el paraguas en el colectivo.
—Soy mucho más veloz —dijo una voz que parecía venir de mi cabeza—. No puedo fallar esta vez.
Asustado, levanté los ojos y observé un perro callejero que no había visto antes en el barrio. Estaba bien flaco y su altura no era para nada intimidante; su pelo negro no brillaba, era en verdad opaco, y parecía bastante viejo y golpeado. Tenía la lengua completamente afuera, como cualquier perro cansado, aunque, por algún motivo, sentí que aquello era una forma de burlarse de mí. Luego, tomó entre los dientes un objeto plateado que estaba en el suelo y lo exhibió como si fuera un hueso del que estaba orgulloso.

Continuará...

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