viernes, 25 de noviembre de 2016

Basural - VICTORIA MORA - Don Torcuato

El cana le clava el caño de la pistola en la nuca. Se le hunde apenas la carne. Siente el frío de esa presión. Tiene los brazos sobre la cabeza. Es de noche, la oscuridad está rasgada por la luz de una luna creciente. Cincuenta metros a su espalda dos patrulleros tienen las luces apagadas desde que estacionaron ahí. Lo que él puede ver, robándole claridad a la noche, es el basural que conoce de memoria. Un terreno baldío, con el pasto alto lleno de los deshechos que la gente tira. La vía de acceso o salida a la villa donde vive.  Su barrio se extiende detrás de los patrulleros lo bastante lejos como para que nadie pueda venir a darle una mano.
Sabe que es el fin. Se lo advirtieron: no es gratis dejar de laburar para la policía. No se resignó.  Ahora el caño en la nuca le dice que los otros tenían razón. Te lo dije Chino, le diría el Turco si estuviera ahí. Más que hablar, el Turco,  los cagaría a tiros a estos dos, piensa. Pero está solo, y el frío del caño presiona, apenas un poquito más.
Cuando siente la insistencia del caño se tira al piso a la vez que empuja a el cana. En un segundo se encuentra arrastrándose hacia adelante, se para y corre salta algunos restos de basura que se le interponen en el camino. Cuando corre escucha los gritos, las puteadas, vení acá cagón, negro hijo de puta. Suenan dos tiros, no sabe si son al aire o lo tienen cercado y le están errando a su cuerpo. Le duelen las piernas pero no para. Tiene que llegar a la ruta al otro lado del basural. Si llega se salva.
Mientras corre piensa en la nena, empieza primer grado. Y aunque lo sorprenda lo que más lamenta es no estar ahí para llevarla. Si la cosa sale bien y se escapa se va a tener que guardar. Y si la cosa no sale… prefiere no pensarlo. Está agitado. Llega al esqueleto de un auto abandonado hace tanto tiempo que ahí jugó de chico y se juntó más grande con los pibes.  Se mete adentro, calcula que unos minutos tiene. Está flaco y siempre fue un buen corredor. No había modo que el Turco le ganase una carrera. Iban de la casilla del Chino a la de la Vieja Sara justo a la otra punta del pasillo. Nunca pudo ganarle, hasta que se cansó. En la cancha era al revés. El Turco es un crack. Tiene unos minutos, al menos, los patrulleros no pueden entrar al basurero, imposible circular entre los montículos de mugre. Si quieren ir por él sólo les queda correr. Eso le da una ventaja, un pequeño margen por donde soñar una salida.


Pensó que si se cambiaba de zona iba a poder cortarse solo. Estaba muy mal. No había encontrado nada. Ni changas con José en la obra, ni de limpieza en los avisos que encontraba en los diarios. Intentó en un par de entrevistas para laburar de operario pero vivir en una villa es un ancla muy pesada. No declarar domicilio no es una alternativa. Los gritos de Mariana se le clavaban en el pecho que sos un pelotudo, que no cambias más, que la nena empieza las clases y no tiene una mierda para ponerse, que está harta de comer de fiado y que la almacenera la cague a puteadas cada vez que la ve. Él había apretado los puños, no quería gritarle, no quería volver a pasar por eso, los gritos, los empujones, los llantos. Salió y la dejó hablando sola en el punto justo en que los gritos  pasaban a ser lágrimas.

Continuará...

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Dumbo - LUCAS R. GELFO - Temperley

No sé. Te juro que no sé cómo, pero no me acordaba de nada. Era como que venía todo bien, la vuelta del trabajo en el colectivo, el chofer con bigotes. Hasta me acuerdo que el bondi estaba más o menos vacío porque había podido escaparme temprano del laburo. Había terminado todo, el escritorio acomodado, y ya no sabía qué hacer. Me tomé unos mates y la miraba a Marisa con cara de pollo mojado y me dijo sí, está bien, andate que no te soporto más con esa cara de tarado. Así que viajé re cómodo en el bondi por eso. Me acordaba de todo. Me había sentado al lado de una mina con pollera amarilla, tipo mini. Me acuerdo porque al verla la asocié con la canción. ¡No te digo que me acordaba absolutamente de todo, con detalles! Esa noche había cenado pollo al horno, con papas. Les pongo muzzarella y romero arriba cuando ya casi están, y después les doy cinco minutos más de horno para que se derrita. Me había acostado temprano, ni vino había tomado. En realidad, me había ido a leer a la cama y me dio sueño. Puse el despertador, dejé el libro en la mesa de luz, apagué, y listo. Hasta ahí, todo joya.
La cosa es que me levanté al otro día y cuando me quise poner las medias, ya estaba así, sin la mano izquierda. Imaginate, me agarró un ataque. Salí corriendo por la habitación, pero claro, no es como una araña que uno corre y se aleja. Cuando te falta una mano por más que corras, va con vos, entonces seguía gritando como un pelotudo por toda la casa. Un grito entre espanto, susto y sorpresa. Lo raro era que no me dolía. Me acuerdo que me agarré el muñón y estaba así, como ahora, redondito, como cicatrizado, pero yo me acordaba que el día anterior tenía la mano, que había subido al colectivo con las dos manos, que miré a la mina de pollera amarilla, que el pollo al horno lo preparé con las dos manos. Me acordaba de todo. Y estaba seguro que en todo momento tenía las dos manos.
Te juro que traté todo, pero to-do, y nada. Era como que venía todo bien, me acordaba de todo, y pum, me desperté así. Como que me faltaba un capítulo. De esto que te digo, habrán pasado no sé, dos meses ponele, tres capaz, y me tuve que acostumbrar a vivir sin una mano. Costó, pero no me quedó otra.
La cosa siguió. Hace, dos semanas habrá sido, me estaba por tomar un té. Yo tomo té en hebras, queda muchísimo mejor, nada que ver el sabor. Aparte, le podés poner lo que quieras, cáscaras de naranja, lo que sea. Aquella vuelta lo hice de jengibre, cardamomo y lemongrass. Queda de puta madre. Bueno, cuando voy a agarrar la taza, me vi que en el índice tenía dos lunares nuevos, como una mordida de Drácula, así juntitos. Éstos de acá, mirá, ¿ves? Primero me los froté fuerte, pensé que era mugre o unas miguitas. Y no sé bien por qué, esas cosas que tiene el bocho que no se explican, pero me puse a pensar en todo lo que había llegado a mi vida así, de una manera como inesperada, como los lunares, ¿me entendés? Todas esas cosas que habían llegado por sorpresa y se habían quedado para siempre en mi vida. Entonces busqué papel y una birome en la mesita del teléfono y me puse a hacer una lista.
Lo de la lista me lo recomendó la psicóloga, es un hábito que me quedó, como un ejercicio para calmar los ataques de pánico. Desde esa mañana que te conté, la que descubrí que me faltaba la mano, todas las noches tenía pesadillas. Soñaba que me faltaban distintas partes del cuerpo. Capaz un día soñaba que me despertaba y me faltaba el pie izquierdo, pero durante el mismo sueño capaz me volvía a dormir y cuando me despertaba tenía el pie izquierdo pero me faltaba una oreja. Cosas así, siempre me faltaba algo distinto. Me despertaba cagado en las patas, en mitad de la noche, sudando frío, empapado y con taquicardia, y me empezaba a revisar para ver si no me faltaba nada nuevo.
Bueno, la cosa es que me puse a hacer la lista. Lunares, el embarazo de Silvia, los dos implantes dentales, la cicatriz en la rodilla a los ocho años, el primer tatuaje, la fobia a las babosas, la amputación. Volví para atrás y taché tatuaje. Ese no había sido tan inesperado, vos y yo lo sabemos. Me dijo la psicóloga que una de las condiciones de hacer las listas es que sean sinceras, porque a la larga te mentís vos y es una boludez. Bueno, releí la lista completa y cuando llegué al último, casi por una transitividad que me pareció obvia, tuve que dejar un renglón blanco y en el de abajo anoté vieja gitana. Así, textual. Vos te preguntarás quién mierda es la vieja gitana. Bueno, eso mismo me pregunté yo después de anotarlo.
          Pará, porque la cosa sigue. Hace, ponele, una semana, estaba tomando una birra con el Pola. Hacía mucho que no nos veíamos, entonces le pregunté por la familia, los viejos, la hermana. ¿Te acordás lo buena que estaba? Bueno, entre una cosa y otra, me cuenta que al cuñado le había pasado algo muy raro. ¿Lo tenés al cuñado del Polaco? Sí, ese mismo, el pelado, bueno, justamente me contaba que era pelado desde muy joven, desde los veinte años más o menos. Yo no sabía, pero parece que viene de una familia de pelados: padre, tíos, abuelos, todos pelados como una rodilla. Y que un día de golpe le había empezado a crecer el pelo, de la nada, eso mismo dijo, de la nada. Primero pensé que me estaba jodiendo, viste cómo es el Pola, que le encanta meterle suspenso a todo. Pero no, y ahí vino lo increíble. Me dijo que al cuñado le habían pasado el dato de una vieja que tenía poderes. Ni bien dijo eso me largué a reír, basta Pola le dije, dejate de joder, a mí no me agarrás. Y él me juraba y perjuraba que no, que era en serio, que él mismo le había visto la porra que tenía ahora y no se podía creer.

Hasta acá, podía ser uno de los delirios del Polaco, porque el flaco se podía haber hecho un implante o uno de esos tratamientos que te sacan del culo y te los ponen en la bocha, qué sé yo. Pero bueno, cuando me dijo que la vieja ésta con poderes vivía por el barrio gitano de Temperley al fondo, en el límite con Mármol, ahí sí se me frunció todo. Fue cuestión de sumar vieja más gitana y me corrió un escalofrío por la espalda. Me debo haber puesto pálido, o cara de pelotudo, porque él se dio cuenta al toque. ¿Qué mierda te pasa? me preguntó, ¿la conocés a la vieja gitana esa, de cuando vivías por allá? Pusiste cara de que la conocías. Insistía. No Pola, qué mierda la voy a conocer, te pensás que el sur tiene dos cuadras, le contesté indignado y con mi única mano en el aire. Todos los de Capital se piensan que el sur es todo lo mismo. Y te juro que sentí que estaba mintiendo, aunque no sabía nada de la vieja esa.

Continuará...

miércoles, 16 de noviembre de 2016

No me gusta que le mientan a la gente - PABLO MARTÍNEZ BURKETT - Pilar

No tomes el nombre de Dios en vano; escoge el momento en que tenga efecto.
Ambrose Bierce
Trabajo en la cuadra de una panadería, en la otra esquina de la catedral del Pilar, justo donde la cúpula da sombra. Mis bollos son el consuelo del pobre y la compañía del rico. Mi vigilia es el sueño de los otros y mi sudor, la alegría de todos. Me multiplico junto al fuego para hacer feliz a la gente. La felicidad verdadera y no un simulacro recargado de prohibiciones como el que venden por ahí. Yo no tengo que disimular un ego atroz bajo falsos juramentos. Soy como soy. Todos lo saben. Y aunque los mercaderes esos siempre tuvieron mejor prensa, no me desanimo. Tengo mucha paciencia. Mi trabajo es moldear el deseo y convertirlo en un bocado apetecible.
Pero no todo es esfuerzo junto al horno. Cada tanto me consiento algún recreo. Desde que me acuerdo, las mujeres siempre fueron mi perdición. Hacía rato que la relojeaba en la Terminal esperando el 510. Era tan linda, flaquita, el pelo renegrido y bien tirante con una cola de caballo, cero maquillaje, unos ojazos y las manos, ¡ah, las manos! Samantha, que así se llamaba, me tenía hipnotizado con el aletear de sus manos. Oferta de caricia, promesa de consuelo, imaginaba sus manos navegando por mi espalda. Yo la codiciaba pero ella no me veía. Me ignoraba. Desentendida de mi presencia hablaba con unas compañeras de trabajo, que sí me conocían de antes. Entretanto esperaban el colectivo me acercaba furtivo. La voz cantante la llevaban las otras chicas. Ella mayormente escuchaba. La charla siempre rondaba sobre las penurias de la fábrica en el Parque Industrial, la enfermedad de una madre, un hermano vago y medio chorro y sobre todo, una parva de gavilanes que lo único que querían eran sexo. A las amigas les gustaba la narpie más que el dulce de leche. Sin embargo, nunca oí que Samantha mencionara a un novio. Ni siquiera a una simpatía. Las otras minitas eran bien bravas. No dejaban títere con cabeza. Pero ellas no me interesaban. Confieso que siempre me sentí atraído por mujeres como la Sami, puras, virginales. No es idea mía. Tenía algo angelical. O bastante, porque también quería que las chicas se rescataran y fueran a una iglesia de la que ella era asidua. Esos cultos modernos que a cambio de un robusto diezmo ofrecen la sanación de todas las enfermedades, las más ínfimas pero también las más inclementes. Y por obra de la fe, claro. Y por la misma tarifa se jactan de conjurar las acechanzas de cualquier demonio. Bueno, cualquiera no porque parece que los únicos que se dejan convidar son los del rito Umbanda. Si hay algo que me fastidia es que le mientan a la gente.
Un poco por el enojo y otro porque tenía un metejón con la piba, todos los días me costeaba hasta la parada del bondi para oírla aconsejar a sus compañeras. Me ponía como loco cuando esas salvajes se burlaban de su fe. Pero ella como una reina. Sin dejar de sonreír les predicaba un mundo de paz y bien, un mundo de santidad y regocijo. Un mundo sin el Mal. Y las muy zorras ni noticia. Dale que va, ojerosas, escaldadas, hasta descangalladas de tanto fornicar. Mi Samantha reprobaba toda conducta licenciosa pero redoblaba su esfuerzo de conversión sin juzgarlas. Les hablaba y les hablaba. Y yo la escuchaba y escuchaba. El mejor día para aprender era el sábado a la mañana. No me lo perdía por nada. Porque en su iglesia los viernes eran de liberación. Ella repetía las oraciones y relataba que luego de esta oración fuerte se hacían presentes los manifestados, eufemismo para decir poseídos. Sí, los poseídos por los demonios. A mí me hacía sonreír. Cómo me enoja que le mientan a la gente.
Finalmente consiguió convencer a las chicas para que la acompañaran. Yo también quise ir así que entré cuando el show ya había empezado. Me quedé en el fondo para no hacerme notar. El gran ritual de sanidad ya había empezado. Se sucedían las oraciones para que todo endemoniado se manifestara y así los pastores y sus obreros pudieran sacarlo del cuerpo a fuerza de oraciones e imposición de manos. Primero pasaron el Manto Sagrado y ordenaron a los asistentes que levantaran las manos para tocar la preciosa tela y así ser sanados de inmediato. La gente cree en cualquier cosa. Después requerían a todos los que todavía se sintieran enfermos, con alguna dolencia, presos de una brujería o macumba, trabajo o payé, que hubieran participado en actos de adoración satánica, ritos kimbanda y no sé qué más; que se aproximaran al escenario desde donde el pastor no dejaba de arengarlos a los gritos. Por supuesto que las chicas ligeritas de cascos se acercaron. Entre la aglomeración no pude ver dónde estaba Samantha.
Era el viernes de liberación. Se venía la Oración Fuerte. Mientras el pastor repetía sus invocaciones, los obreros ponían la mano derecha en la nuca y la izquierda en la frente de aquellos más permeables y cuchicheaban las órdenes de expulsión. Las turritas fueron de las primeras en manifestarse. Armaron un escándalo declarándose presas de no sé cuántos demonios. Si hay algo que no me gusta es que le mientan a la gente. En el fondo soy un tipo clásico. Extraño el agua bendita, los crucifijos, el incienso y otros objetos de piedad. Hasta extraño el latín. Las invocaciones en portuñol me causan gracia. Me hacen reír a carcajadas.

Llegados a ese punto, los manifestados hicieron su numerito. Algunos se pusieron a insultar. Otros mostraban aversión a los símbolos religiosos. Las amiguitas de Samantha se tomaban la entrepierna o los pechos y se ofrecían al pastor y sus obreros. Otros maldecían en lenguas desconocidas o sonaban como si fueran muchos hablando. Algunos gritaban con una voz cavernosa. Otros se retorcían. La gran mayoría tenían las manos entrelazadas en la espalda, con los dedos haciendo la pata de cabra. Otros iban inclinados hacia adelante y se meneaban. Esto es un fenomenal lavado de cerebro. Un severo caso de psicosis colectiva. No me gusta que le mientan a la gente. Uno se proclamaba el Exú de la Muerte. Otro, la Bomba Gira das Almas y caminaba como una mujer. Ninguno de esos demonios existe. Me hacían llorar de la risa. No podía parar de reírme.

Continuará...

lunes, 14 de noviembre de 2016

Crónica del verdor - CRISTIAN MAIER - Ezeiza

I

La palada de tierra, la primera, cayó con un ruido sordo.La masa negra, húmeda, se desperdigó hasta el pecho y algunos gránulos le entraron en la boca abierta; otros repiquetearon en la filigrana blancuzca de los ojos del muerto.
El Gringo bufó, cargó de nuevo la pala y tiró sin mirar. Esta vez,La tierra cayó directo en el rostro del cadáver que se iluminaba de manera aleatoria por los refucilos. Aun no llovía, la calma era pringosa
Javier, se secó el sudor que se le insinuaba en la frente sobre la manga de la camisa a cuadros, arremangada hasta los codos. El Muña, agotado por haber cavado el foso, se sentó de espaldas al pleno ejercicio del ocultamiento, de cara a la ruta desierta y lejana. «Salir a esa ruta angosta en una noche como esta es un suicidio», pensó. Era un pensamiento irrelevante, destinado a alejarlo en parte de lo que ocurría a pocos metros, aunque el ruido de la pala que arañaba la tierra con regularidad,devolvía el esfuerzo a su verdadera intrascendencia.
Ninguno quería ver a Rogelio, el muerto, que con sus últimas palabras los maldijo. Los tres recordaron al mismo tiempo, paso a paso, esos instantes finales.

*

Perdiste, viejo le espetó Javier, empuñando el hierro resplandeciente del revolver Ballester Molina.
El viejo entornó los ojos con un brillo extraño, sin temor, como si no estuviesen allí o como si, por el contrario, hubiesen estado allí, parados en esa habitación baja del rancho miserable, desde el principio de los tiempos.
—Todos perdimos, todo arde ahora —Le respondió el viejo con una sonrisa que dejaba a la vista las encías enfermas.
Ese fue el momento en el que el Gringo, desde sus dos metros de altura, le cruzó la cara de un puñetazo que llevaba todo el peso del cuerpo. Rogelio lo recibió de lleno y no retrocedió.La sonrisa se transformó en una carcajada que se tornó más violenta en la repetición de los golpes. El viejo se abalanzó buscando la cara del Gringo y Javier gatilló.
La reverberancia del estruendo se perdió por el campo deshabitado. Rogelio no sangró. Javier gatilló cuatro veces más. Sin embargo, el viejo seguía allí, parado en medio de la estancia, riéndose de ellos, cargando con su maldad ambigua y su crimen feroz.
El Muña, como si nada de aquello pasara en realidad, sacó  de la cintura una navaja que brillo en la semioscuridad. «Así es como mueren las bestias y los hijos de puta», susurró despacio, hundiéndole la hoja en la garganta.
Una sábana de sangre le cayó al viejo sobre la camiseta roñosa. En lo que le quedaba de vida, el Muña nunca olvidó el hedor que le hizo llorar los ojos: una mezcla de mierda, barro y basura fermentada.
Ezeiza era todavía, una extensión verde y solitaria al sur del conurbano, cruzado por una ruta angosta y las vías de un tren. Un hombre paleaba sin descanso en medio del desierto verde,  a la luz mortecina de una tormenta que no terminaba de llegar. Los otros dos esperaban, rendidos, intercambiar los roles.



II

Javier se miró las manos. Un temblor, desconocido pero interminable, le cimbraba desde los dedos hasta el mentón. Ya estaba allí cuando gatilló. También cuando envolvieron entre los tres los restos de la Bestia en una sábana mohosa y lo tiraron en el furgón de la F100, con esfuerzo, sorprendidos por el peso sobrenatural de ese esqueleto nudoso revestido en carne magra. Se percató del temblequeo cuando falló al poner la llave en contacto y puteó. El Gringo le clavó el codo en las costillas. «No aflojés —le dijo—, ya está».
Con el fulgor de la venganza consumado, afloró una tristeza hasta entonces inexistente. En algún punto se había preguntado el porqué de esa ausencia y sintió culpa. No supo hasta entonces que no era una ausencia sino una acumulación. Rotos los diques, la angustia se configuró como un todo.
Cuando agarró la pala, el hervor del estómago lo consumía en un movimiento centrífugo, desde el interior hacia los bordes, con los gritos sosegados por el llanto de su hermana Esther resonándole en el cerebro: «Javier, me mataron a la nena».
Cavar, levantar, arrojar: «Javier, me mataron a la nena».
Cavar, levantar, arrojar: el cuerpo roto de la nena.
Cavar, levantar, arrojar: la abstracción de la nena sin cara.

Un vacío innominable. La cara macilenta de su hermana. Un esfuerzo extraordinario de memoria: Natalia/sobrina/la nena. La tristeza fue un lobo que lo rompía todo, sin control.

Continuará...

viernes, 4 de noviembre de 2016

Ni Dios, ni Patria, ni Verso - SANDRA GASPARINI Y FERNANDO FIGUERAS - Ciudadela - Ramos Mejía

Ciudadela
             De todas las mujeres que había visto pasar los últimos cien años ella le había parecido diferente: no lo hacía acordar a nadie. Tal vez era algo en la forma en que se movía su pelo, rasurado en las sienes, sus pasos casi marciales, acaso la rapidez con la que daba vuelta su cabeza para mirar hacia atrás o todo eso. Imposible saberlo. Lo que sí sabía es que quería verla y para eso empezaría por  frecuentar la explanada por la que los autos entraban al hipermercado. Debía hacerlo con cuidado. Había comprobado, muchos años atrás, que su –llamémosle- cuerpo perdía espesor lejos de su hábitat, el perímetro del viejo polvorín de Ciudadela. Aquel lugar había sido descuidado, como una dolencia que no se trata y avanza hasta volverse imposible de revertir. Por eso explotó a comienzos del siglo XX y la onda expansiva desparramó a una decena de obreros haciéndolos llegar mucho más lejos que sus propios sueños de anarquía. Por allí quedó tirado Raúl, medio cuerpo sobre la vereda mordida, y otro tanto sobre la calle de adoquines que aún hoy sigue sin asfalto. Desde entonces da sus paseos que ya llevan miles de lunas insuficientes para agotar la pena.
Afortunadamente ella llegaba con la noche, un rato antes de que el movimiento cesara, hora propicia para los encuentros fugaces con los vivos, inclinados a la huida por el terror que causaban él y sus ex compañeros.
Con mucha delicadeza, la que dan el ejercicio sostenido de la muerte o las astillas más generosas de la eternidad, Raúl intentó acercarse a la mujer. Su imagen era la de un muchacho de unos veinte años, flaco, de musculatura redondeada. “Buenas noches”, improvisó, sin esperar respuesta. “A esta hora la belleza castiga la vista de los animales nocturnos”, dijo después de abrir el arcón de la pelotudez. “¿Qué?” preguntó ella sorprendida, y siguió caminando unos pasos más. Luego se detuvo. Se volvió hacia él, escrutó la oscuridad como si le costara ver. Miraba buscando el origen del sonido. Al no encontrarlo, dio la vuelta, con ese movimiento rápido, y siguió, con paso firme, hacia la puerta del Hipermercado, fuera de su radio. Raúl pensó que para ser un primer encuentro no estaba mal; al menos no había salido corriendo.
Así pasaron varios jueves: él, acercándose para soltar una frase de poesía trasnochada; ella, fascinándose con el fenómeno al que percibía con mayor nitidez en cada jornada. Una vez hasta se rio y su dentadura perfecta dibujó en Raúl un espacio colmado de sensaciones olvidadas.

Ramos Mejía
         Lo que no se ve detrás de esa palmera es lo que interesa. Un edificio de dos o tres pisos, de costado, con la pared descascarada, chorreada de negro por las sucesivas lluvias que cayeron durante treinta años y se escurrieron desde la terraza. La palmera lo acaricia desde una cuadra de distancia, rodeada de tejados anaranjados y plateados, de parches que construyen el mosaico del tiempo en este lado del Oeste, en la región más transparente de Ramos Mejía, donde el sol insiste en pintar los atardeceres con pincel fino y tonos pasteles.
Don Francisco Montesquieu es el dueño de Verso, la fábrica de armas de mayor venta en Argentina, pero él cree que es el dueño de la Argentina y vende armas para seguir fabricándose el verso que implica ser don Francisco. La empresa exporta del Oeste al mundo, con lo cual el ego de Francisco (mi François, como le dice Flavia, su esposa) se ha expandido con la vehemencia de un Cuarto Reich.
Juana es la hija de Fran y Fla. Preferiría ser otra cosa. “Tiene los ojos del padre”, comentaban las vecinas en su infancia, y al llegar a la adolescencia se compró lentes de contacto. “La nariz igualita a mami”, le decían las tías, las abuelas y la mami y no se fue a Bariloche para juntar los pesos que le faltaban para operarse la nariz, con la expresa idea de no tener que “conversarlo” con su padre. Lástima que no se puede operar el olor. Lo siente en la ropa, en la piel. Olor a Montesquieu. Le viene de adentro.
Por supuesto que a la familia no le cuenta nada de sus amores. Pero si algo le sobra a tipos como Francisco son los informantes. Y él, como todo rey, tiene dos bufones que lo mantienen al tanto de todo. Son Tótem y Tabú, dos payasos que recorren el barrio haciendo malabares en las esquinas o pidiendo una colaboración compulsiva en los colectivos después de un numerito impresentable, con el solo fin de juntar datos sobre los posibles peligros que corren la familia y los negocios de los Montesquieu.
─Don Francisco, tenemos novedades ─dice Tabú, quien a pesar de su nombre está dispuesto a hablar.
─Escucho.
─Tenemos que contarle algo sobre Juana.
Le dan un detallado informe de los encuentros entre Juana y Raúl en el sector aledaño al Hipermercado.
─¿De dónde es el tipo?
─De la zona del antiguo polvorín. Anda rondando siempre por ahí ─dice Tótem y detiene el relato para mostrarle los videos que han filmado en dos ocasiones. Juana y Raúl charlaban y reían como si el polvorín nunca hubiese explotado y ella fuese la feliz hija de Keith Richards y Celia Cruz. De todas maneras, lo que más preocupa a Francisco son las miradas cómplices entre los jóvenes, una señal clara de que están tramando un encuentro a solas.  
─Al tipo se lo ve borroso…
─Bueno, de eso le queríamos hablar.
Los payasos le explican todo lo que han averiguado sobre Raúl Capeletti, su pasado como obrero en el polvorín, su militancia anarquista, la explosión, su muerte y las apariciones fantasmales. Don Francisco no cree en espectros, por lo tanto, por más borroso que se vea Raúl, no es un fantasma. Pero sí cree en los anarquistas.
─Así que el muchacho es terrorista… Manténganlo vigilado. Si llega a tocarla, ya saben qué tienen que hacer.

Los bufones deciden que en los días siguientes dejarán de lado esquinas y colectivos para dedicarse exclusivamente a Capeletti y Juana. Será una tarea sencilla. Ellos sí creen en fantasmas, pero no los consideran peligrosos.

Anfibia
           Poco a poco Raúl fue cambiando el speech y Juana entró en confianza. Empezó a sentirse feliz de verlo. Conocerlo era descubrir otro mundo; él tampoco le hacía acordar a nadie. Y su condición de ser etéreo, acaso irreal, le provocaba más calentura que otra cosa.
Además, Raúl le daba datos que hacían crecer la esperanza de llevar adelante iniciar algo juntos, o de echarse un buen polvo, al menos.
─¿Te acordás de que te hablé de mis compañeros? Los que murieron el día de la explosión.
─Sí.
─¿Te conté que se pasean por acá?
─Sí, me dijiste.
─Bueno. Muchos de ellos tienen encuentros con chicas. Algunos duran un tiempo; otros, no. Hay dos que están en pareja.
─¡En pareja! ¿Y dónde cogen? ¿Hay algún lugar acá cerca?
─Sí, a un par de cuadras, por acá atrás. La llamamos “la zona anfibia”.
─Nah… ¿Qué es eso?
─El único lugar donde es posible la unión entre vivos y muertos, o sea el único lugar donde puede haber amor. El amor entre muertos es impracticable; el amor entre los vivos terminó hace rato. Sólo hay amor si es entre vivos y muertos. Y se produce ahí, en la zona anfibia.
Juana no estaba de acuerdo con esta afirmación, o no quería estarlo. Pero recordó las parejas que tuvo y otras que conocía y le pareció que el planteo no era tan descabellado. Como fuera, quería coger con  Raúl, así que aceptó.
El ya nada gélido cuerpo espectral del muchacho enfiló para la dirección contraria al puente. Caminaron una cuadra y ahí nomás, titilante y magnífico, se erguía un viaducto fantasma calcado sobre las casas y las calles de Ciudadela norte. Ella quiso conocer detalles, de qué se trataba el lugar, en qué dimensión revistaban y una sarta de estupideces que no vale la pena reproducir porque no las dijo pero, en cambio, le dio un apretón de manos que se cerró en su propio puño. 

Continuará...

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Aliento a cebollas - FABIANA DUARTE - Beccar

                                                                                                       “Imaginate vivir en una meritocracia.
                                                                                                        Un mundo donde cada persona
                                                                                                        tiene lo que se merece.”  
                                                                                                                                              Spot Chevrolet

                                   
            Hoy decidí salir solo. Camino tranquilo por calles que conozco de memoria. Paso por una esquina donde se quema basura. El mundo huele a podrido. Voy a un barrio más alejado, más cheto. Aunque estoy un poco pasado de rosca, sé lo que hago.

            Cuando desperté esta mañana, mi viejo ya no estaba. Puse el agua a calentar para hacerle un mate cocido a Pedro, y con el ruido lo desperté.
            Pedro duerme en el comedor, hay que ayudarlo cuando quiere ir al baño. Con la cama a mano ahorramos tiempo y accidentes. Yo lo cuido por las mañanas. Mi viejo se encarga de él cuando llega de trabajar.  Le pedí a Vilma, la vecina, que me lo mire un rato. Le prendí la tele y salí a la calle.
            Anoche nos agarramos feo con mi viejo y no me lo quiero cruzar. Cuando llegó ayer, Pedro estaba todo cagado. Yo había salido a hacer la ronda con los pibes, me fumé y me fui de mambo. Cuando volví a casa, me revoleó una olla por la cabeza, se me vino encima. Yo no me achiqué, hubo un forcejeo hasta que me agarró de los hombros y me tiró al piso. Me gritó que soy un hijo de puta que no respeta a nadie. Que Pedro me necesita y yo me voy por ahí. Escupía las palabras con rabia, los ojos desorbitados, estaba borracho. Tiró una patada que iba directo a mi cabeza, la esquivé justo. Amenazó con llevarme a laburar con él a la metalúrgica. Me le cagué de risa en la cara. “Ni en pedo me encierran doce horas en una fábrica. Hace treinta años que laburás ahí y ¿Qué ganaste? Nada. Ni para los remedios de Pedro alcanza”, grité y me fui a la mierda. Volví de madrugada. 
            Mi hermano era un pibito inteligente que hacía lindos dibujos. De repente, esta enfermedad del orto. En el hospital no sabían qué le pasaba, lo dejaron internado porque no tenían el aparato ese para revisarle la cabeza. A los dos meses nos devolvieron un vegetal. Meningitis dijeron. A Pedro se le apagó la chispa de los ojos. No habla,  no se ríe, está perdido en el limbo. Si pudiera entrar en su cabeza y ver qué es lo que quedó estropeado ahí adentro, lo haría. Mi vieja no se la bancó y al tiempo se mandó a mudar. No sé a dónde carajo se fue, nunca más la vi. Los remedios de Pedro costaban una fortuna y no alcanzaba ni para comer, vivíamos a guiso y a mate cocido. Dejé de ir a la escuela y nadie se enteró. La última vez que mi viejo me compró zapatillas, tenía doce años.
            Tengo bien claro lo que hay que hacer para conseguir lo que quiero. Si se quiere romper el lomo por dos mangos, allá él. Yo no soy de esos. Empecé a fumar paco para sacarme el hambre cuando tenía trece, y bueno, ya no paré. Para conseguir lana, salíamos a ratear por el barrio. Apretábamos a los pendejos a la salida de alguna escuela, hacíamos bicicletas, motos, íbamos de a dos. Ahora tengo dieciséis y sé cómo moverme. Hice algunas cosas más grandes pero siempre de acompañante. Esta mañana alquilé una 22, es mi primera salida calzado. Casi toda la que gano me la fumo o me la chupo, pero también le compro ropa a mi hermano. ¿Cuántas veces le compré los remedios a Pedro  y mi viejo nunca preguntó de dónde salió la guita?
            Hoy voy a hacer historia.

                       En la esquina dobla un Honda Civic a baja velocidad, maneja una veterana, va sola. Ni un alma en la cuadra. Acelero el paso. La mujer desde el auto activa el portón, que se abre automáticamente. Estoy agachado detrás del coche. ¡Puta madre!, no se baja. El portón se traba a la mitad, sube, baja, sube, baja. La vieja abre la puerta del auto, pero no llega a salir. En dos zancadas estoy frente a ella. Se le desfigura la cara cuando le grito que me dé las llaves.
            —¿Sos sorda, o pelotuda? ¡Dame las llaves y bajáte!
            Le pongo el caño en la cabeza.
            De costado, veo un perro negro que sale del garaje.
            Cómo en cámara lenta, los segundos se alargan.
            La vieja grita como una loca, pero no la escucho.
            La agarro del hombro para sacarla.
            Siento que me empujan de atrás, golpeo la cabeza contra el techo del auto.

            El revólver se dispara. 

Continuará...