viernes, 9 de diciembre de 2016

Camino Negro - DIEGO X - Camino Negro

Minutos antes de morir Carlitos me había dejado un número de celular. Podríamos decir que lo escribió con sangre en su brazo derecho en un código intrínseco, pero ya estamos cansados de eso; o que me lo dijo en arameo antiguo y al revés, pero quién se cree ese tipo de historias. Ya lo sé, todos alguna vez compramos un poquito de eso y otro poquito de algo peor. Basta de mentiras. Violines: Carlitos afirmó antes de expirar: “Es el número de Dios, llamálo”.
Pasó un mes hasta que me decidí a llamar al número que me dio Carlitos, un poco  porque  soy ateo y otro porque no me olvidaba del sentido de humor de Carlitos. Sin embargo, Carlitos ya no  podía reír de mí. Entonces, llamé:
—¿Hola? ¿Dios? 
—¿Quién te dio mi número? 
      —Carlitos, el pibe de la moto, el que lo atropelló un remisero.
      —¿Quién? ¿Qué moto? 
Yo había pensado que tener el celular de Dios era una ventaja enorme para un contrabandista como yo.   Corté. Tenía que trabajar y no iba estar perdiendo el tiempo con un tipo que no se acuerda de su propia gente, quién le dijo que abarque más de lo que puede.

La mudanza fue placer. Era ver las sillas caer en paracaídas, el aterrizaje de las mesas y sus alas replegables, la heladera tele-transportándose sola hasta la caja del camión. La cocina ala delta, el microondas aerostático y los libros que se abrían y volaban y se posaban unos sobre otros, ordenaditos; las ropas que se vestían de personas invisibles y se metían obedientes en las bolsas de residuos. Qué tengo que contarles de los platos voladores que habían aprendido a volar hace tiempo, y las sábanas fantasmas que nunca asustaron a nadie. Las bicicletas y los ventiladores; no necesitaron el menor esfuerzo. 
Doblamos la casa y la metimos en el camión. Lo difícil fue cerrar la puerta de la casa, porque cerrar la puerta en asuntos de mudanza, es, un cerrar la puerta para siempre. Un “no olvidarse nada”, una escalera que sólo sirve para bajar, un seleccionar Recuerdos, dejar algunos, y llevarse otros. Pero lo bueno de los Recuerdos es que entran en cualquier parte. 
Siempre el que apaga la luz, el que gira por última vez la llave en la cerradura se enfrenta a esa clase de tribulaciones. Y cuando todo está listo, alguien grita: “Yo cierro, quiero ir al baño”. Esa persona, ese papel, siempre ha sido reservado para mí. 
Y acá estamos, clavados en Camino Negro, un viernes a las seis y media de la tarde, en lo que llamaremos un “embotellamiento premeditado”. Todavía masticaba el Recuerdo que me tocó al cerrar la puerta, y apareció la primera ambulancia que pedía permiso, como piden permiso las ambulancias, con las sirenas a full y poniendo la trompa. Y la solidaridad de dejarla pasar, y el pistero que se abre paso detrás, que “no llevan a nadie”. Después, no perder un solo centímetro del territorio ganado, esa lenta carrera contra nosotros mismos. Botellas vacías. Otra ambulancia, y después otra. ¿Están pensando lo mismo que yo? Estas ambulancias no llevan ningún herido y ni van al rescate de ningún accidente. Pero las botellitas vacías se abren como si viniera Moisés huyendo de los muchachos de Egipto. Y un mar Rojo de botellas…
Yo no vengo de acá nomás, mi trabajo es así, hay que patear y patear por todo el conurbano buscando Recuerdos. Un secreto: generalmente, los encuentro en los geriátricos y en los velorios, ahí los compro por nada, aprovecho que la gente está confusa y vulnerable. También los barman de las cantinas de las estaciones de trenes, me pasan data de algún desesperado que necesita guita porque se la gastó en chupi o se la tomó toda. Éstos, en general son buenos Recuerdos, aunque algo difusos y atormentados, pero son baratos. Y después hay que venderlos,  y vender Recuerdos no es como vender falopa. Si te agarran vendiendo Recuerdos te dan perpetua, y encima en la gayola te tratan peor que a un violador.
Desde que la turra de Chiche es gobernadora y mandó el decreto ese, el precio del Recuerdo subió más que el dólar y la situación se puso tensa, están todos paranoicos. Por eso a veces hago alguna mudanza (como ésta) y con carpa me llevo algunos Recuerdos para Guernica. Hoy vengo de San Isidro, crucé todo Buenos Aires por Camino de Cintura mirando de reojo la Capital (donde hay pena de muerte por traficar Recuerdos) De norte a sur, y aquí estamos, viendo pasar ambulancias en Camino Negro, y encima nos cayó la noche.
El problema es que los Recuerdos se despiertan por la noche y pierden valor cuando se abren antes de tiempo. Son como huevitos de seda, para que me entiendan. Se van abriendo como en retazos; éstos que tengo acá, son de lluvia, de ser sorprendido por un aguacero en la costa de San Isidro, de sexo en los balcones, de barcos que tiritan camino al Uruguay. Los Recuerdos del Norte suelen ser siempre ideales, con final de sonrisa abierta, con la sensación orgásmica mirando al techo. Un sonido perfecto, una banda que toca, un baño limpio. Una rubia de rodillas… En el Sur los Recuerdos se imponen, aparecen en la sombra de los semáforos, en el miedo de un camino negro. Cada esquina es una pequeña batalla; en cada esquina hay una lucha con el olvido, y por eso en Villa Paris o en Gendarmería, los Recuerdos valen más que nada en el mundo. Ya no vienen con lluvia si no con frio. Una pareja abrazándose en la estación de Alejandro Korn. Un frío insobornable. Son Recuerdos de fiesta turbia, de reservados, de vómitos, de no saber cómo volver a casa, de algo qué pasaba en el baño de mujer. Son así, el Recuerdo del Sur es diáfano, como onírico…, uno no está seguro de que haya ocurrido alguna vez. Unas líneas que tú amiga hace sobre tu vientre sinuoso, y que aspiro como un tren que pasa un puente y desaparece. En el Sur, no hay estrellas ni barcos lejanos que saludan indiferentes. En el Sur todo te mira fijamente a los ojos, lo bueno y lo malo viene en el mismo vaso, en esa misma bolsa, sin parpadear. En el Sur la gente espera en los andenes, sin saber si son ellos los que esperan, o es el vago Recuerdo de que alguna vez estuvieron allí.
Ahora una lancha de la yuta de Chiche se nos puso atrás, guardé rápido los Recuerdos en la guantera. A simple vista, no son nada, son invisibles, se ponen en frasquitos, pero si se agitan un poco o se abren, ahí sí, uno empieza a recordar. Recuerdos ajenos. Y ahí está el porqué, uno recuerda cosas que nunca vivió, y que tal vez, nunca vivirá.
 Salvador (que manejaba) apagó el porro y me miró impasible, como si ya estuviera acostumbrado a situaciones como estas. El patrullero se nos coló atrás, como si una soga invisible lo tuviera amarrado a la F-100. Sin ningún descaro ni disimulo; estaba seguro que el pajarraco del barman le batió a la yuta. Los Recuerdos que traíamos no eran moco de pavo, eran Recuerdos inéditos (los más cotizados en el mercado), ya que son de personas que han padecido alguna especie de amnesia, y que  nadie puede reclamarlos. En definitiva, teníamos un dineral.
En ese momento, miré el celular y se quedaba sin batería. Decidí llamar a Dios una vez más. ¡De algo tenía que servir tener el celular de Dios!
—Hola, Dios. 
—¡Otra vez! 
—Discúlpame que te colgué hace un rato, es que te noté poco predispuesto al dialogo. Estoy acá en Camino Negro y te quería consultar, tenemos una lancha atrás, tal vez, vos, me podrías decir qué hacer… 
—¿Camino Negro? —el tono de Dios era realmente para mandarlo a la mierda. 
—Argentina, Maradona, ganadores de Oscar. 
—Ok. La ironía del escéptico. 
Me colgó.


Continuará...

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