miércoles, 14 de diciembre de 2016

Engendros y Fantasmas - FLORENCIA VALENTE Y MARTÍN KOLODNY - San Fernando

           Gonzalo y Marisa. Ahora puedo decir que fueron dos engendros del Diablo, pero en aquella época me parecían tiernos.

Me crié en San Fernando. El agua, las islas, los barcos, el rugby, los asados, la vida bien. Tuve cuatro hermanos: Angélica, Evangelina, Gonzalo y Martín. Todos fuimos alumnos del San Martín de Tours y la plaza Mitre fue nuestro lugar de juegos al atardecer. Así fue hasta que papá murió.

Evangelina fue la primera en volver a la prehistórica casa de mi abuela, en Alsina y Sobremonte. Tenía dos pisos. Arriba, las habitaciones de todos; abajo, cocina, comedor, dos baños, un living inmenso y el “cuarto de los juguetes”; atrás, el patio con la pileta y, del otro lado de la medianera, el hogar de ancianos “San Remo”. Durante nuestra niñez, ese asilo fue la imagen de lo lúgubre: oscuro, descuidado, con baldosas grises de granito en todo el pasillo e inmensas puertas de hierro oxidadas con vitrales gastados. Entre los viejos que vivían ahí estaba Leonor, una señora de mediana edad que caminaba con un bastón amarillo y siempre se paseaba en bata. Era una de las pocas afortunadas que día por medio recibía visitas. Marisa llegaba siempre puntual: a la una y cuarto, cruzaba el portal del frente como un rayo y esperaba en el fondo de la propiedad que oficiaba de jardín a Leonor Galaretto. Charlaban durante horas. A veces jugaban al chinchón, otras leían en voz alta frases de Shakespeare y, en ocasiones, bailaban algún tema de Los Wawancó. Siempre se despedían con un abrazo que duraba como dos.

Nosotros, los cinco hermanos Howard, no podíamos evitar espiar ese ritual. Chusmeábamos desde el escalón que construimos para poner nuestros ojos a la altura necesaria para convertirlos en testigos de esa afectuosa relación.

Marisa era una linda piba, aunque más histriónica de lo que mi preferencia soporta, pero simpática y agradable. Gonzalo era introvertido y excesivamente correcto en sus modales. Era travieso, pero tenía límites bien autoimpuestos. Martín siempre lo molestaba diciéndole que era adoptado porque los demás Howard éramos unos verdaderos incivilizados a pesar de la educación formal que se nos proveía. María y José. ¿Podés creer que nuestros viejos se llamaban como los de Jesús? Pareja ejemplar: atléticos, bellos, jugaban al bridge, iban al club cada domingo. Mi familia era una verdadera institución en el San Fernando Rugby Club, donde mis hermanos se entrenaban y los demás hacíamos sociales. Era prácticamente inviable que alguno de mi estirpe se mezclara con los que vivían traspasando el límite de la civilización. Quienes no llevaban uniforme cuadrillé para ir al colegio estaban fuera de nuestro radar. Marisa vivía en el barrio Ferroviario. Lo supimos una vez que Gonzalo se escapó de casa para seguirla. La primera vez que mi hermano la había visto se le dilataron las pupilas más de lo normal y entonces supimos que le gustaba.

Una mañana de abril de 1991, papá lavaba el auto en la puerta. Nosotros jugábamos a su alrededor, entre la manguera y los baldes. Se acercaba la hora de la visita de Marisa y vimos como Gonzalo, que tenía entre sus manos “El Principito” de Antoine de Saint Exupéry, aprovechó para sentarse en el escalón de la fachada del “San Remo”. Ella se topó con él, bajó la mirada y le dijo con suavidad: -¿Me dejarías pasar, por favor?-.Y ahí vimos el chispazo, casi que lo escuchamos resonar: Gonzalo y Marisa se habían enamorado. A partir de ese día, el ritual de espiar a Leonor se convirtió en pispear la interacción de los tortolitos. Mi hermano siempre esperaba a Marisa sentado en el escalón con un libro distinto. Ella llegaba corriendo a besarlo, eran dos idiotas. Pasaron los meses, llegó la primavera y el vínculo se volvió formal. Gonzalo y Marisa hicieron las presentaciones pertinentes. Mamá la odiaba y disimulaba pésimo cuando la saludaba torciendo la comisura de los labios hacia la izquierda, en falsa sonrisa. A papá, en cambio, le era indiferente. Para los demás, Marisa era un ser extraño, objeto de análisis constante por sus características tan alejadas de nuestra cotidianeidad. Era de un barrio bajo, su papá era alcohólico y su mamá la había abandonado cuando era bebé. La había criado su abuela, Leonor.


En diciembre del año en que Gonzalo y Marisa habían empezado a salir algo ocurrió. Mi hermana menor, Angélica, desapareció en la tarde de Nochebuena. Había estado jugando en la casa de los Barragán desde el mediodía y Martín debía pasar a buscarla por el chalet de tres pisos que ostentaban los chicos más lindos del barrio, en la calle Pocitos, casi en la esquina de Urquiza. Mamá había sido clara:
—No te vayas a olvidar, Martín, por favor. Pasá a las cinco porque después se van y no quiero que tu hermana sea una carga.
 Martín, el obediente, era mi único hermano de pelo castaño entre los Howard rubios. Llegó puntual, tocó el timbre y mi hermanita salió a su encuentro. Empezaron a caminar de la mano por Díaz para llegar a la avenida Irigoyen y pegarle derecho hasta Sobremonte, pero a la altura de Urcola, mi hermano escuchó una voz que lo llamaba. Creyó reconocerla. Era Marisa. Le preguntó si iba para la casa. -No-, dijo ella y le explicó que sólo hacía un mandado. Se le acercó, lo besó y se fue. Por un momento, Martín quedó shockeado, pero le devolvió el beso. Ninguno de los dos se atrevió a soltar la más mínima palabra. En menos de cinco minutos, ella giró sobre sus pasos y se alejó y el boludo perdió de vista a mi hermana, con los ojos pegados a la pollera fucsia de Marisa. Al notar que Angélica ya no sostenía su mano, empezó a gritar su nombre al tiempo que repetía en su cabeza el discurso que tendría que inventarle a mi mamá. No podía contar la historia cómo había sucedido. Caminó desesperado en círculos y luego de dos horas sin resultados, no le quedó más remedio que regresar a casa a enfrentar la situación.

Continuará...

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