viernes, 10 de marzo de 2017

En la encrucijada - PABLO STANISCI - Munro

La vereda destrozada no ayuda a seguir el paso. Los pies intentan mantener el equilibrio mientras el cerebro no decide cual debe dar el primer paso. La niebla que me rodea vuelve todo difuso y tétrico. Volutas de vapor escapan de la boca y cada respiración recuerda a la helada madrugada de julio en la que me encuentro. La calle Belgrano está desierta y solo las esferas brillantes pasan a mi lado. De a pares o como astros solitarios, con su ronco sonido persiguiéndome. Saben que las odio y se vuelven más frenéticas. La petaca de whisky amenaza con acabarse mientras la garganta grita por un nuevo rio de alcohol berreta que le hago pasar.
Las pocas personas que cruzo con el zigzagueante andar clavan sus miradas en mi rostro. Puedo leer el desprecio y asco, pero ya nada importa. Dos años atrás el universo era otro. Existían los colores, las fragancias me invadían y saboreaba cada momento como un evento único. Dos años atrás me consideraba un hombre. Hace tiempo ya que solo soy una cáscara vacía, que absorbe el humo del tabaco y se ahoga en alcohol. Es difícil explicar lo la ausencia del brillo. Cuando todo se vuelve opaco, incluso las palabras, ya no distinguís el amor del odio. Las caricias queman, ampollan la piel. La música, esa gran pasión que disfruté, se volvió un bajo continuo, absurdo y vacuo.
La inminente falta de alcohol desata el peor enemigo: la ansiedad. Ese parásito egoísta que escarba la cabeza buscando vaciarte y transformar cualquier detalle en un todo absoluto. Ahora la petaca solo sirve de adorno. Vacía como se encuentra la dejo dentro de un cesto de basura en la intersección de Belgrano con Velez Sarfield. Lucho con los demonios internos, aunque conozco de antemano el resultado de la contienda. Aprieto los ojos hasta que saltan lágrimas y las manos hasta que un hilillo de sangre gotea sobre la zapatilla. Las esferas brillantes me rodean y los fantasmas se impulsan entre la niebla. En ese estado catártico mantengo el cuerpo para no cruzar la calle. Pero la encrucijada llama y nada puedo hacer para callarla.
Mi mente vuela dos años atrás, cuando todo tenía sentido. Luego de mucho luchar mi carrera avanzaba y el futuro, esa masa informe que tanto aterra, comenzaba a modelarse tímidamente según los planes. Junto a ella todo brillaba. Parecía no existir límite alguno para nuestros sueños, los senderos se abrían sin esfuerzo. Pero el destino juega con nuestros anhelos y sabe cómo quebrar las ilusiones.
Las piernas toman coraje y cruzamos la calle cuando el monstruo gris nos muestra la luz roja. El supermercado chino está unos metros. Aparentan estar cerrados para cumplir la ley seca nocturna, pero siempre hay una ventanita milagrosa. No sé que le digo al chino pero segundos después retorna con una petaca de Mariposa. Con el frío que hace y tiene puesta solo una camisa, yo apenas puedo darle la plata con los gruesos guantes. Prosigo la peregrinación mientras miro el licor ambarino a trasluz de un farol y me pierdo en él como hace dos años en los ojos de ella. El trago me devuelve a la tierra de los ¿vivos? La dulce melaza corre hasta el estómago empalagando todo a su paso. El calor reactiva a la sangre. Al segundo trago ya no siento nada.
Ahora me encuentro a menos de cien metros del destino final. Las mil y un voces no dejan de gritar. El torbellino que provocan obliga a detenerme y contengo la cabeza intentando que no estalle. Por instinto elevo la mirada al cielo nocturno donde ninguna nube se interpone entre las estrellas y el alma. Con los ojos nublados los astros alargan sus rayos luminosos y lo envuelven todo como tentáculos de una divinidad olvidada. Me pierdo entre su entramado cósmico y trato de asirme, buscar salir de esta tierra que se empeña en romper mi voluntad. El rugido de dos esferas rompe el hermoso hechizo.
Estoy parado en la encrucijada, donde tres esquinas chocan con el paso a nivel de Villate en la solitaria estación de tren de Munro. El silencio es casi absoluto, solo perturbado por algún animal callejero. Clavado en mi lugar, cual estatua harapienta, miro las barandas rojas y blancas de la vía. Inevitable es no recordarla a ella sentada sobre una, esperando a que la busque. ¿Cuántas veces he gritado al cielo preguntándome por qué ese día no me esperó? ¿Cuántas lágrimas intentaron lavar mi dolor al rememorar la imagen de su cuerpo devorado por las malditas esferas? El estruendo de la bestia bufando junto al cuerpo inerte. Toda la película en cámara lenta, una y otra vez.

Continuará... (en papel)