La vereda destrozada no ayuda a seguir el paso. Los pies
intentan mantener el equilibrio mientras el cerebro no decide cual debe dar el
primer paso. La niebla que me rodea vuelve todo difuso y tétrico. Volutas de
vapor escapan de la boca y cada respiración recuerda a la helada madrugada de
julio en la que me encuentro. La calle Belgrano está desierta y solo las
esferas brillantes pasan a mi lado. De a pares o como astros solitarios, con su
ronco sonido persiguiéndome. Saben que las odio y se vuelven más frenéticas. La
petaca de whisky amenaza con acabarse mientras la garganta grita por un nuevo
rio de alcohol berreta que le hago pasar.
Las pocas personas que cruzo con el zigzagueante andar
clavan sus miradas en mi rostro. Puedo leer el desprecio y asco, pero ya nada
importa. Dos años atrás el universo era otro. Existían los colores, las
fragancias me invadían y saboreaba cada momento como un evento único. Dos años
atrás me consideraba un hombre. Hace tiempo ya que solo soy una cáscara vacía,
que absorbe el humo del tabaco y se ahoga en alcohol. Es difícil explicar lo la
ausencia del brillo. Cuando todo se vuelve opaco, incluso las palabras, ya no
distinguís el amor del odio. Las caricias queman, ampollan la piel. La música,
esa gran pasión que disfruté, se volvió un bajo continuo, absurdo y vacuo.
La inminente falta de alcohol desata el peor enemigo: la
ansiedad. Ese parásito egoísta que escarba la cabeza buscando vaciarte y
transformar cualquier detalle en un todo absoluto. Ahora la petaca solo sirve
de adorno. Vacía como se encuentra la dejo dentro de un cesto de basura en la
intersección de Belgrano con Velez Sarfield. Lucho con los demonios internos,
aunque conozco de antemano el resultado de la contienda. Aprieto los ojos hasta
que saltan lágrimas y las manos hasta que un hilillo de sangre gotea sobre la
zapatilla. Las esferas brillantes me rodean y los fantasmas se impulsan entre
la niebla. En ese estado catártico mantengo el cuerpo para no cruzar la calle.
Pero la encrucijada llama y nada puedo hacer para callarla.
Mi mente vuela dos años atrás, cuando todo tenía sentido.
Luego de mucho luchar mi carrera avanzaba y el futuro, esa masa informe que
tanto aterra, comenzaba a modelarse tímidamente según los planes. Junto a ella
todo brillaba. Parecía no existir límite alguno para nuestros sueños, los
senderos se abrían sin esfuerzo. Pero el destino juega con nuestros anhelos y
sabe cómo quebrar las ilusiones.
Las piernas toman coraje y cruzamos la calle cuando el
monstruo gris nos muestra la luz roja. El supermercado chino está unos metros.
Aparentan estar cerrados para cumplir la ley seca nocturna, pero siempre hay
una ventanita milagrosa. No sé que le digo al chino pero segundos después
retorna con una petaca de Mariposa. Con el frío que hace y tiene puesta solo
una camisa, yo apenas puedo darle la plata con los gruesos guantes. Prosigo la
peregrinación mientras miro el licor ambarino a trasluz de un farol y me pierdo
en él como hace dos años en los ojos de ella. El trago me devuelve a la tierra
de los ¿vivos? La dulce melaza corre hasta el estómago empalagando todo a su
paso. El calor reactiva a la sangre. Al segundo trago ya no siento nada.
Ahora me encuentro a menos de cien metros del destino
final. Las mil y un voces no dejan de gritar. El torbellino que provocan obliga
a detenerme y contengo la cabeza intentando que no estalle. Por instinto elevo
la mirada al cielo nocturno donde ninguna nube se interpone entre las estrellas
y el alma. Con los ojos nublados los astros alargan sus rayos luminosos y lo
envuelven todo como tentáculos de una divinidad olvidada. Me pierdo entre su
entramado cósmico y trato de asirme, buscar salir de esta tierra que se empeña
en romper mi voluntad. El rugido de dos esferas rompe el hermoso hechizo.
Estoy parado en la
encrucijada, donde tres esquinas chocan con el paso a nivel de Villate en la
solitaria estación de tren de Munro. El silencio es casi absoluto, solo
perturbado por algún animal callejero. Clavado en mi lugar, cual estatua
harapienta, miro las barandas rojas y blancas de la vía. Inevitable es no
recordarla a ella sentada sobre una, esperando a que la busque. ¿Cuántas veces
he gritado al cielo preguntándome por qué ese día no me esperó? ¿Cuántas
lágrimas intentaron lavar mi dolor al rememorar la imagen de su cuerpo devorado
por las malditas esferas? El estruendo de la bestia bufando junto al cuerpo
inerte. Toda la película en cámara lenta, una y otra vez.Continuará... (en papel)