
Me crié en San Fernando. El agua, las islas, los barcos, el rugby, los
asados, la vida bien. Tuve cuatro hermanos: Angélica, Evangelina, Gonzalo y
Martín. Todos fuimos alumnos del San Martín de Tours y la plaza Mitre fue
nuestro lugar de juegos al atardecer. Así fue hasta que papá murió.
Evangelina fue la primera en volver a la prehistórica casa de mi abuela,
en Alsina y Sobremonte. Tenía dos pisos. Arriba, las habitaciones de todos;
abajo, cocina, comedor, dos baños, un living inmenso y el “cuarto de los juguetes”;
atrás, el patio con la pileta y, del otro lado de la medianera, el hogar de
ancianos “San Remo”. Durante nuestra niñez, ese asilo fue la imagen de lo
lúgubre: oscuro, descuidado, con baldosas grises de granito en todo el pasillo
e inmensas puertas de hierro oxidadas con vitrales gastados. Entre los viejos
que vivían ahí estaba Leonor, una señora de mediana edad que caminaba con un
bastón amarillo y siempre se paseaba en bata. Era una de las pocas afortunadas
que día por medio recibía visitas. Marisa llegaba siempre puntual: a la una y
cuarto, cruzaba el portal del frente como un rayo y esperaba en el fondo de la
propiedad que oficiaba de jardín a Leonor Galaretto. Charlaban durante horas. A
veces jugaban al chinchón, otras leían en voz alta frases de Shakespeare y, en
ocasiones, bailaban algún tema de Los Wawancó. Siempre se despedían con un
abrazo que duraba como dos.
Nosotros, los cinco hermanos Howard, no podíamos evitar espiar ese
ritual. Chusmeábamos desde el escalón que construimos para poner nuestros ojos
a la altura necesaria para convertirlos en testigos de esa afectuosa relación.
Marisa era una linda piba, aunque más histriónica de lo que mi
preferencia soporta, pero simpática y agradable. Gonzalo era introvertido y
excesivamente correcto en sus modales. Era travieso, pero tenía límites bien
autoimpuestos. Martín siempre lo molestaba diciéndole que era adoptado porque
los demás Howard éramos unos verdaderos incivilizados a pesar de la educación
formal que se nos proveía. María y José. ¿Podés creer que nuestros viejos se
llamaban como los de Jesús? Pareja ejemplar: atléticos, bellos, jugaban al
bridge, iban al club cada domingo. Mi familia era una verdadera institución en
el San Fernando Rugby Club, donde mis hermanos se entrenaban y los demás
hacíamos sociales. Era prácticamente inviable que alguno de mi estirpe se
mezclara con los que vivían traspasando el límite de la civilización. Quienes
no llevaban uniforme cuadrillé para
ir al colegio estaban fuera de nuestro radar. Marisa vivía en el barrio
Ferroviario. Lo supimos una vez que Gonzalo se escapó de casa para seguirla. La
primera vez que mi hermano la había visto se le dilataron las pupilas más de lo
normal y entonces supimos que le gustaba.
Una mañana de abril de 1991, papá lavaba el auto en la puerta. Nosotros
jugábamos a su alrededor, entre la manguera y los baldes. Se acercaba la hora
de la visita de Marisa y vimos como Gonzalo, que tenía entre sus manos “El
Principito” de Antoine de Saint Exupéry, aprovechó para sentarse en el escalón
de la fachada del “San Remo”. Ella se topó con él, bajó la mirada y le dijo con
suavidad: -¿Me dejarías pasar, por
favor?-.Y ahí vimos el chispazo, casi
que lo escuchamos resonar: Gonzalo y Marisa se habían enamorado. A partir de
ese día, el ritual de espiar a Leonor se convirtió en pispear la interacción de
los tortolitos. Mi hermano siempre esperaba a Marisa sentado en el escalón con
un libro distinto. Ella llegaba corriendo a besarlo, eran dos idiotas. Pasaron
los meses, llegó la primavera y el vínculo se volvió formal. Gonzalo y Marisa
hicieron las presentaciones pertinentes. Mamá la odiaba y disimulaba pésimo
cuando la saludaba torciendo la comisura de los labios hacia la izquierda, en
falsa sonrisa. A papá, en cambio, le era indiferente. Para los demás, Marisa
era un ser extraño, objeto de análisis constante por sus características tan
alejadas de nuestra cotidianeidad. Era de un barrio bajo, su papá era
alcohólico y su mamá la había abandonado cuando era bebé. La había criado su
abuela, Leonor.
En diciembre del año en que Gonzalo y Marisa habían empezado a salir algo
ocurrió. Mi hermana menor, Angélica, desapareció en la tarde de Nochebuena.
Había estado jugando en la casa de los Barragán desde el mediodía y Martín
debía pasar a buscarla por el chalet de tres pisos que ostentaban los chicos
más lindos del barrio, en la calle Pocitos, casi en la esquina de Urquiza. Mamá
había sido clara:
—No te vayas a olvidar, Martín, por favor. Pasá a las cinco
porque después se van y no quiero que tu hermana sea una carga.
Martín, el obediente, era mi único
hermano de pelo castaño entre los Howard rubios. Llegó puntual, tocó el timbre
y mi hermanita salió a su encuentro. Empezaron a caminar de la mano por Díaz
para llegar a la avenida Irigoyen y pegarle derecho hasta Sobremonte, pero a la
altura de Urcola, mi hermano escuchó una voz que lo llamaba. Creyó reconocerla.
Era Marisa. Le preguntó si iba para la casa. -No-, dijo ella y le explicó que
sólo hacía un mandado. Se le acercó, lo besó y se fue. Por un momento, Martín
quedó shockeado, pero le devolvió el beso. Ninguno de los dos se atrevió a
soltar la más mínima palabra. En menos de cinco minutos, ella giró sobre sus
pasos y se alejó y el boludo perdió de vista a mi hermana, con los ojos pegados
a la pollera fucsia de Marisa. Al notar que Angélica ya no sostenía su mano,
empezó a gritar su nombre al tiempo que repetía en su cabeza el discurso que
tendría que inventarle a mi mamá. No podía contar la historia cómo había
sucedido. Caminó desesperado en círculos y luego de dos horas sin resultados,
no le quedó más remedio que regresar a casa a enfrentar la situación.
Continuará...
Continuará...
Genial
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