
Desde el vidrio delantero del remise ya se ven las luces de
Jesse Joyce, el nuevo megaimperio de la movida literaria tropical: neones
alrededor de la fachada y, de la terraza, dos haces jolivudenses de luz blanca
atraviesan el cielo de la noche de Haedo y se pierden en el abismo y en la
vista.
Le pago al remisero y veo que ya se formó cola en la puerta.
Las noches de los viernes son de los de treinta en adelante y esa es la edad
promedio de los que esperan su turno para entrar.
A cada lado del portón, dos profesores de letras me hacen
las preguntas de rigor: quién escribió el Quijote y quién El entenado. Acredito
mi aptitud para entrar y, cuando los profes me abren paso les suelto: “igual
venía a leer, chiquis”. Todos nos reímos.
Adentro, el boliche está a medio llenar. Desde la barra,
Flor, la anfitriona, me hace señas y voy a su encuentro. Nos abrazamos, me cede
su trago y me acompaña al vip. Allí me reúno con el resto de los lectores de la
noche. Acordamos las ubicaciones de cada uno. Me asignan la tarima a la
izquierda del escenario.
Mientras esperamos la hora indicada, conversamos con mis
compañeros de show sobre las novedades editoriales e intercalamos con rumores
del ambiente. Es sencillo, nos conocemos todos y lo que no se sabe, se intuye.
Y si no, se inventa, que para eso somos escritores.
Todos consensuamos no mencionar al maestro: ni su nombre, ni
su apellido ni nada referido a su obra. Flor nos avisó que hace varios fines de
semana, entre la gente, se esconden sus abogados y su viuda. Nos asombramos, no
sabíamos de las costumbres trasnochadoras de la señora. Dice Flor que están
atentos a cada lectura, no se pierden una palabra. Que han llegado a cuestionar
la aparición de vocablos como laberinto, espejos, tigre, biblioteca. Que nunca,
hasta ahora, reaccionaron ante esas palabras pero que tenemos que ser muy
cautos con respecto a su nombre, el título de alguna de sus obras, algo así.
Continuará...
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