miércoles, 15 de febrero de 2017

La Calesita - MARCELO RUBIO - San Martín

                  Funcionó, no por mucho tiempo, en la esquina de Avenida San Martín y Pedriel (Partido de General San Martín) una calesita a la que la tradición popular llamó “la maldita”. El carrusel llegó desde Francia en los años cincuenta, pero no fue puesto en funcionamiento sino hasta fines de los sesenta, cuando alguien encontró la caja en el puerto de la ciudad. Lejos de ser un trasto, la calesita poseía paneles pintados al óleo, con imágenes de distintos reyes europeos en el momento de su niñez. En el piso superior había retratos de varones, como el de Felipe el Hermoso, Luis XV, o el mismo Fernando IIV. El sector bajo era para las damas, una casi irreconocible María Antonieta compartía lugares con, por ejemplo, Sisí de Austria. Cuando la calesita giraba las pinturas de reyes infantes pasaban a mostrar sus rostros de adultos. Realmente el trabajo del artesano que pintó aquellos cuadros fue perfecto. Además de este detalle, el carrusel tenía caballos de madera con colas de cerdo, cebras con cabeza de oso, y puercos con alas.
            La calesita fue inaugurada un 25 de mayo de 1968 con una banda de seis músicos que recorrieron el barrio invitando a todos los niños. Si bien la cantidad de gente fue importante y terminó por sobrepasar las posibilidades del predio, no hubo niño que aquel día no diera, al menos, una vuelta gratis. En esa misma jornada comenzó a gestarse la idea de la maldición de ese carrusel. Todos los que subieron a la calesita, bajaron de sus vueltas con la ropa más corta. Esto es, por ejemplo, que un pantalón que al subir llegaba al borde del zapato, al bajar quedaba a la altura del tobillo.

            El dueño del divertimento, para alejar esa mala fama puso, a ojos de los vecinos, ropa colgada en las distintas figuras e hizo girar el carrusel. Pronto demostró que lo de la ropa que se achicaba era una fantasía de la gente, ya que al detener la calesita, las prendas colocadas allí estaban del tamaño exacto.
Sin embargo, dos semanas después de la inauguración, un niño llamado Ezequiel Rojas, de cinco años, subió al carrusel a las once de la mañana, dio cincuenta vueltas, sacó diez veces la sortija, bajó a las doce y cuarto; la ropa le quedaba ridículamente pequeña, pero él ya no tenía cinco años, ahora era un muchachote de veinte. Nadie encontraba explicación al fenómeno: la ropa no se achicaba, la gente envejecía como aquellos cuadros de reyes infantes, y por más que la calesita se detuviera no se volvía a la edad primitiva. Ya nadie quería subir, solo algunos chicos que querían ser grandes de golpe para acceder a algunas prohibiciones menores. Una tarde un hombre de unos treinta años trajo a una piba de quince años y tras varias vueltas se fue con una chica de diecinueve, evitando así condenas sociales y judiciales.
            Se hicieron análisis sobre la calesita, algunos arriesgaban que el eje de giro estaba colocado justo sobre el eje central de la tierra, y esto provocaba el andar más veloz del tiempo. Algunos buscaron la justificación en la velocidad del giro y otros prefirieron encontrar una explicación en el cruce de distintas variables matemáticas. Hubo quienes dijeron que después de determinadas vueltas los niños comprendían lo absurdo y monótono del juego y maduraban, pero este alegato no daba una explicación a los cambios físicos.
            Lo cierto es que la calesita maldita cerró, el terreno quedó desnudo por años, el dueño se puso un kiosco en Flores. Y el miedo a subir a los carruseles cesó con el andar del tiempo.
            Algunos dicen que la calesita que supo funcionar en el parque de Los Andes era inversa a la conocida como “la maldita”: uno subía y al bajar tenía menos años. Pero yo mismo comprobé esa falsedad. He dado ciento de vueltas, y nada. Juro que absolutamente nada he desandado de mis años. Es cierto, eso sí, que en cada vuelta pude revivir aquella sensación de increíble diversión que sentía cuando era niño.

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