lunes, 14 de noviembre de 2016

Crónica del verdor - CRISTIAN MAIER - Ezeiza

I

La palada de tierra, la primera, cayó con un ruido sordo.La masa negra, húmeda, se desperdigó hasta el pecho y algunos gránulos le entraron en la boca abierta; otros repiquetearon en la filigrana blancuzca de los ojos del muerto.
El Gringo bufó, cargó de nuevo la pala y tiró sin mirar. Esta vez,La tierra cayó directo en el rostro del cadáver que se iluminaba de manera aleatoria por los refucilos. Aun no llovía, la calma era pringosa
Javier, se secó el sudor que se le insinuaba en la frente sobre la manga de la camisa a cuadros, arremangada hasta los codos. El Muña, agotado por haber cavado el foso, se sentó de espaldas al pleno ejercicio del ocultamiento, de cara a la ruta desierta y lejana. «Salir a esa ruta angosta en una noche como esta es un suicidio», pensó. Era un pensamiento irrelevante, destinado a alejarlo en parte de lo que ocurría a pocos metros, aunque el ruido de la pala que arañaba la tierra con regularidad,devolvía el esfuerzo a su verdadera intrascendencia.
Ninguno quería ver a Rogelio, el muerto, que con sus últimas palabras los maldijo. Los tres recordaron al mismo tiempo, paso a paso, esos instantes finales.

*

Perdiste, viejo le espetó Javier, empuñando el hierro resplandeciente del revolver Ballester Molina.
El viejo entornó los ojos con un brillo extraño, sin temor, como si no estuviesen allí o como si, por el contrario, hubiesen estado allí, parados en esa habitación baja del rancho miserable, desde el principio de los tiempos.
—Todos perdimos, todo arde ahora —Le respondió el viejo con una sonrisa que dejaba a la vista las encías enfermas.
Ese fue el momento en el que el Gringo, desde sus dos metros de altura, le cruzó la cara de un puñetazo que llevaba todo el peso del cuerpo. Rogelio lo recibió de lleno y no retrocedió.La sonrisa se transformó en una carcajada que se tornó más violenta en la repetición de los golpes. El viejo se abalanzó buscando la cara del Gringo y Javier gatilló.
La reverberancia del estruendo se perdió por el campo deshabitado. Rogelio no sangró. Javier gatilló cuatro veces más. Sin embargo, el viejo seguía allí, parado en medio de la estancia, riéndose de ellos, cargando con su maldad ambigua y su crimen feroz.
El Muña, como si nada de aquello pasara en realidad, sacó  de la cintura una navaja que brillo en la semioscuridad. «Así es como mueren las bestias y los hijos de puta», susurró despacio, hundiéndole la hoja en la garganta.
Una sábana de sangre le cayó al viejo sobre la camiseta roñosa. En lo que le quedaba de vida, el Muña nunca olvidó el hedor que le hizo llorar los ojos: una mezcla de mierda, barro y basura fermentada.
Ezeiza era todavía, una extensión verde y solitaria al sur del conurbano, cruzado por una ruta angosta y las vías de un tren. Un hombre paleaba sin descanso en medio del desierto verde,  a la luz mortecina de una tormenta que no terminaba de llegar. Los otros dos esperaban, rendidos, intercambiar los roles.



II

Javier se miró las manos. Un temblor, desconocido pero interminable, le cimbraba desde los dedos hasta el mentón. Ya estaba allí cuando gatilló. También cuando envolvieron entre los tres los restos de la Bestia en una sábana mohosa y lo tiraron en el furgón de la F100, con esfuerzo, sorprendidos por el peso sobrenatural de ese esqueleto nudoso revestido en carne magra. Se percató del temblequeo cuando falló al poner la llave en contacto y puteó. El Gringo le clavó el codo en las costillas. «No aflojés —le dijo—, ya está».
Con el fulgor de la venganza consumado, afloró una tristeza hasta entonces inexistente. En algún punto se había preguntado el porqué de esa ausencia y sintió culpa. No supo hasta entonces que no era una ausencia sino una acumulación. Rotos los diques, la angustia se configuró como un todo.
Cuando agarró la pala, el hervor del estómago lo consumía en un movimiento centrífugo, desde el interior hacia los bordes, con los gritos sosegados por el llanto de su hermana Esther resonándole en el cerebro: «Javier, me mataron a la nena».
Cavar, levantar, arrojar: «Javier, me mataron a la nena».
Cavar, levantar, arrojar: el cuerpo roto de la nena.
Cavar, levantar, arrojar: la abstracción de la nena sin cara.

Un vacío innominable. La cara macilenta de su hermana. Un esfuerzo extraordinario de memoria: Natalia/sobrina/la nena. La tristeza fue un lobo que lo rompía todo, sin control.

Continuará...

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