I
La palada de
tierra, la primera, cayó con un ruido sordo.La masa negra, húmeda, se
desperdigó hasta el pecho y algunos gránulos le entraron en la boca abierta;
otros repiquetearon en la filigrana blancuzca de los ojos del muerto.
El Gringo bufó,
cargó de nuevo la pala y tiró sin mirar. Esta vez,La tierra cayó directo en el
rostro del cadáver que se iluminaba de manera aleatoria por los refucilos. Aun
no llovía, la calma era pringosa
Javier, se secó el
sudor que se le insinuaba en la frente sobre la manga de la camisa a cuadros,
arremangada hasta los codos. El Muña, agotado por haber cavado el foso, se
sentó de espaldas al pleno ejercicio del ocultamiento, de cara a la ruta
desierta y lejana. «Salir a esa ruta angosta en una noche como esta es un
suicidio», pensó. Era un pensamiento irrelevante, destinado a alejarlo en parte
de lo que ocurría a pocos metros, aunque el ruido de la pala que arañaba la
tierra con regularidad,devolvía el esfuerzo a su verdadera intrascendencia.
Ninguno quería
ver a Rogelio, el muerto, que con sus últimas palabras los maldijo. Los tres
recordaron al mismo tiempo, paso a paso, esos instantes finales.
*
—Perdiste, viejo —le espetó Javier, empuñando
el hierro resplandeciente del revolver Ballester Molina.
El viejo entornó
los ojos con un brillo extraño, sin temor, como si no estuviesen allí o como si,
por el contrario, hubiesen estado allí, parados en esa habitación baja del
rancho miserable, desde el principio de los tiempos.
—Todos perdimos, todo arde ahora —Le respondió el viejo
con una sonrisa que dejaba a la vista las encías enfermas.
Ese fue el momento en el que el Gringo, desde sus dos
metros de altura, le cruzó la cara de un puñetazo que llevaba todo el peso del
cuerpo. Rogelio lo recibió de lleno y no retrocedió.La sonrisa se transformó en
una carcajada que se tornó más violenta en la repetición de los golpes. El
viejo se abalanzó buscando la cara del Gringo y Javier gatilló.
La reverberancia del estruendo se perdió por el campo
deshabitado. Rogelio no sangró. Javier gatilló cuatro veces más. Sin embargo, el
viejo seguía allí, parado en medio de la estancia, riéndose de ellos, cargando
con su maldad ambigua y su crimen feroz.
El Muña, como si nada de aquello pasara en realidad,
sacó de la cintura una navaja que brillo
en la semioscuridad. «Así es como mueren las bestias y los hijos de puta», susurró
despacio, hundiéndole la hoja en la garganta.
Una sábana de sangre le cayó al viejo sobre la camiseta
roñosa. En lo que le quedaba de vida, el Muña nunca olvidó el hedor que le hizo
llorar los ojos: una mezcla de mierda, barro y basura fermentada.
Ezeiza era todavía, una extensión verde y solitaria al
sur del conurbano, cruzado por una ruta angosta y las vías de un tren. Un
hombre paleaba sin descanso en medio del desierto verde, a la luz mortecina de una tormenta que no
terminaba de llegar. Los otros dos esperaban, rendidos, intercambiar los roles.
II
Javier se miró las manos. Un temblor, desconocido pero
interminable, le cimbraba desde los dedos hasta el mentón. Ya estaba allí
cuando gatilló. También cuando envolvieron entre los tres los restos de la
Bestia en una sábana mohosa y lo tiraron en el furgón de la F100, con esfuerzo,
sorprendidos por el peso sobrenatural de ese esqueleto nudoso revestido en
carne magra. Se percató del temblequeo cuando falló al poner la llave en
contacto y puteó. El Gringo le clavó el codo en las costillas. «No aflojés —le
dijo—, ya está».
Con el fulgor de la venganza consumado, afloró una
tristeza hasta entonces inexistente. En algún punto se había preguntado el
porqué de esa ausencia y sintió culpa. No supo hasta entonces que no era una ausencia
sino una acumulación. Rotos los diques, la angustia se configuró como un todo.
Cuando agarró la pala, el hervor del estómago lo
consumía en un movimiento centrífugo, desde el interior hacia los bordes, con
los gritos sosegados por el llanto de su hermana Esther resonándole en el
cerebro: «Javier, me mataron a la nena».
Cavar, levantar, arrojar: «Javier, me mataron a la
nena».
Cavar, levantar, arrojar: el cuerpo roto de la nena.
Cavar, levantar, arrojar: la abstracción de la nena sin
cara.
Un vacío innominable. La cara macilenta de su hermana.
Un esfuerzo extraordinario de memoria: Natalia/sobrina/la nena. La tristeza fue
un lobo que lo rompía todo, sin control.
Continuará...
Continuará...
No hay comentarios:
Publicar un comentario