miércoles, 2 de noviembre de 2016

Aliento a cebollas - FABIANA DUARTE - Beccar

                                                                                                       “Imaginate vivir en una meritocracia.
                                                                                                        Un mundo donde cada persona
                                                                                                        tiene lo que se merece.”  
                                                                                                                                              Spot Chevrolet

                                   
            Hoy decidí salir solo. Camino tranquilo por calles que conozco de memoria. Paso por una esquina donde se quema basura. El mundo huele a podrido. Voy a un barrio más alejado, más cheto. Aunque estoy un poco pasado de rosca, sé lo que hago.

            Cuando desperté esta mañana, mi viejo ya no estaba. Puse el agua a calentar para hacerle un mate cocido a Pedro, y con el ruido lo desperté.
            Pedro duerme en el comedor, hay que ayudarlo cuando quiere ir al baño. Con la cama a mano ahorramos tiempo y accidentes. Yo lo cuido por las mañanas. Mi viejo se encarga de él cuando llega de trabajar.  Le pedí a Vilma, la vecina, que me lo mire un rato. Le prendí la tele y salí a la calle.
            Anoche nos agarramos feo con mi viejo y no me lo quiero cruzar. Cuando llegó ayer, Pedro estaba todo cagado. Yo había salido a hacer la ronda con los pibes, me fumé y me fui de mambo. Cuando volví a casa, me revoleó una olla por la cabeza, se me vino encima. Yo no me achiqué, hubo un forcejeo hasta que me agarró de los hombros y me tiró al piso. Me gritó que soy un hijo de puta que no respeta a nadie. Que Pedro me necesita y yo me voy por ahí. Escupía las palabras con rabia, los ojos desorbitados, estaba borracho. Tiró una patada que iba directo a mi cabeza, la esquivé justo. Amenazó con llevarme a laburar con él a la metalúrgica. Me le cagué de risa en la cara. “Ni en pedo me encierran doce horas en una fábrica. Hace treinta años que laburás ahí y ¿Qué ganaste? Nada. Ni para los remedios de Pedro alcanza”, grité y me fui a la mierda. Volví de madrugada. 
            Mi hermano era un pibito inteligente que hacía lindos dibujos. De repente, esta enfermedad del orto. En el hospital no sabían qué le pasaba, lo dejaron internado porque no tenían el aparato ese para revisarle la cabeza. A los dos meses nos devolvieron un vegetal. Meningitis dijeron. A Pedro se le apagó la chispa de los ojos. No habla,  no se ríe, está perdido en el limbo. Si pudiera entrar en su cabeza y ver qué es lo que quedó estropeado ahí adentro, lo haría. Mi vieja no se la bancó y al tiempo se mandó a mudar. No sé a dónde carajo se fue, nunca más la vi. Los remedios de Pedro costaban una fortuna y no alcanzaba ni para comer, vivíamos a guiso y a mate cocido. Dejé de ir a la escuela y nadie se enteró. La última vez que mi viejo me compró zapatillas, tenía doce años.
            Tengo bien claro lo que hay que hacer para conseguir lo que quiero. Si se quiere romper el lomo por dos mangos, allá él. Yo no soy de esos. Empecé a fumar paco para sacarme el hambre cuando tenía trece, y bueno, ya no paré. Para conseguir lana, salíamos a ratear por el barrio. Apretábamos a los pendejos a la salida de alguna escuela, hacíamos bicicletas, motos, íbamos de a dos. Ahora tengo dieciséis y sé cómo moverme. Hice algunas cosas más grandes pero siempre de acompañante. Esta mañana alquilé una 22, es mi primera salida calzado. Casi toda la que gano me la fumo o me la chupo, pero también le compro ropa a mi hermano. ¿Cuántas veces le compré los remedios a Pedro  y mi viejo nunca preguntó de dónde salió la guita?
            Hoy voy a hacer historia.

                       En la esquina dobla un Honda Civic a baja velocidad, maneja una veterana, va sola. Ni un alma en la cuadra. Acelero el paso. La mujer desde el auto activa el portón, que se abre automáticamente. Estoy agachado detrás del coche. ¡Puta madre!, no se baja. El portón se traba a la mitad, sube, baja, sube, baja. La vieja abre la puerta del auto, pero no llega a salir. En dos zancadas estoy frente a ella. Se le desfigura la cara cuando le grito que me dé las llaves.
            —¿Sos sorda, o pelotuda? ¡Dame las llaves y bajáte!
            Le pongo el caño en la cabeza.
            De costado, veo un perro negro que sale del garaje.
            Cómo en cámara lenta, los segundos se alargan.
            La vieja grita como una loca, pero no la escucho.
            La agarro del hombro para sacarla.
            Siento que me empujan de atrás, golpeo la cabeza contra el techo del auto.

            El revólver se dispara. 

Continuará...

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