miércoles, 16 de noviembre de 2016

No me gusta que le mientan a la gente - PABLO MARTÍNEZ BURKETT - Pilar

No tomes el nombre de Dios en vano; escoge el momento en que tenga efecto.
Ambrose Bierce
Trabajo en la cuadra de una panadería, en la otra esquina de la catedral del Pilar, justo donde la cúpula da sombra. Mis bollos son el consuelo del pobre y la compañía del rico. Mi vigilia es el sueño de los otros y mi sudor, la alegría de todos. Me multiplico junto al fuego para hacer feliz a la gente. La felicidad verdadera y no un simulacro recargado de prohibiciones como el que venden por ahí. Yo no tengo que disimular un ego atroz bajo falsos juramentos. Soy como soy. Todos lo saben. Y aunque los mercaderes esos siempre tuvieron mejor prensa, no me desanimo. Tengo mucha paciencia. Mi trabajo es moldear el deseo y convertirlo en un bocado apetecible.
Pero no todo es esfuerzo junto al horno. Cada tanto me consiento algún recreo. Desde que me acuerdo, las mujeres siempre fueron mi perdición. Hacía rato que la relojeaba en la Terminal esperando el 510. Era tan linda, flaquita, el pelo renegrido y bien tirante con una cola de caballo, cero maquillaje, unos ojazos y las manos, ¡ah, las manos! Samantha, que así se llamaba, me tenía hipnotizado con el aletear de sus manos. Oferta de caricia, promesa de consuelo, imaginaba sus manos navegando por mi espalda. Yo la codiciaba pero ella no me veía. Me ignoraba. Desentendida de mi presencia hablaba con unas compañeras de trabajo, que sí me conocían de antes. Entretanto esperaban el colectivo me acercaba furtivo. La voz cantante la llevaban las otras chicas. Ella mayormente escuchaba. La charla siempre rondaba sobre las penurias de la fábrica en el Parque Industrial, la enfermedad de una madre, un hermano vago y medio chorro y sobre todo, una parva de gavilanes que lo único que querían eran sexo. A las amigas les gustaba la narpie más que el dulce de leche. Sin embargo, nunca oí que Samantha mencionara a un novio. Ni siquiera a una simpatía. Las otras minitas eran bien bravas. No dejaban títere con cabeza. Pero ellas no me interesaban. Confieso que siempre me sentí atraído por mujeres como la Sami, puras, virginales. No es idea mía. Tenía algo angelical. O bastante, porque también quería que las chicas se rescataran y fueran a una iglesia de la que ella era asidua. Esos cultos modernos que a cambio de un robusto diezmo ofrecen la sanación de todas las enfermedades, las más ínfimas pero también las más inclementes. Y por obra de la fe, claro. Y por la misma tarifa se jactan de conjurar las acechanzas de cualquier demonio. Bueno, cualquiera no porque parece que los únicos que se dejan convidar son los del rito Umbanda. Si hay algo que me fastidia es que le mientan a la gente.
Un poco por el enojo y otro porque tenía un metejón con la piba, todos los días me costeaba hasta la parada del bondi para oírla aconsejar a sus compañeras. Me ponía como loco cuando esas salvajes se burlaban de su fe. Pero ella como una reina. Sin dejar de sonreír les predicaba un mundo de paz y bien, un mundo de santidad y regocijo. Un mundo sin el Mal. Y las muy zorras ni noticia. Dale que va, ojerosas, escaldadas, hasta descangalladas de tanto fornicar. Mi Samantha reprobaba toda conducta licenciosa pero redoblaba su esfuerzo de conversión sin juzgarlas. Les hablaba y les hablaba. Y yo la escuchaba y escuchaba. El mejor día para aprender era el sábado a la mañana. No me lo perdía por nada. Porque en su iglesia los viernes eran de liberación. Ella repetía las oraciones y relataba que luego de esta oración fuerte se hacían presentes los manifestados, eufemismo para decir poseídos. Sí, los poseídos por los demonios. A mí me hacía sonreír. Cómo me enoja que le mientan a la gente.
Finalmente consiguió convencer a las chicas para que la acompañaran. Yo también quise ir así que entré cuando el show ya había empezado. Me quedé en el fondo para no hacerme notar. El gran ritual de sanidad ya había empezado. Se sucedían las oraciones para que todo endemoniado se manifestara y así los pastores y sus obreros pudieran sacarlo del cuerpo a fuerza de oraciones e imposición de manos. Primero pasaron el Manto Sagrado y ordenaron a los asistentes que levantaran las manos para tocar la preciosa tela y así ser sanados de inmediato. La gente cree en cualquier cosa. Después requerían a todos los que todavía se sintieran enfermos, con alguna dolencia, presos de una brujería o macumba, trabajo o payé, que hubieran participado en actos de adoración satánica, ritos kimbanda y no sé qué más; que se aproximaran al escenario desde donde el pastor no dejaba de arengarlos a los gritos. Por supuesto que las chicas ligeritas de cascos se acercaron. Entre la aglomeración no pude ver dónde estaba Samantha.
Era el viernes de liberación. Se venía la Oración Fuerte. Mientras el pastor repetía sus invocaciones, los obreros ponían la mano derecha en la nuca y la izquierda en la frente de aquellos más permeables y cuchicheaban las órdenes de expulsión. Las turritas fueron de las primeras en manifestarse. Armaron un escándalo declarándose presas de no sé cuántos demonios. Si hay algo que no me gusta es que le mientan a la gente. En el fondo soy un tipo clásico. Extraño el agua bendita, los crucifijos, el incienso y otros objetos de piedad. Hasta extraño el latín. Las invocaciones en portuñol me causan gracia. Me hacen reír a carcajadas.

Llegados a ese punto, los manifestados hicieron su numerito. Algunos se pusieron a insultar. Otros mostraban aversión a los símbolos religiosos. Las amiguitas de Samantha se tomaban la entrepierna o los pechos y se ofrecían al pastor y sus obreros. Otros maldecían en lenguas desconocidas o sonaban como si fueran muchos hablando. Algunos gritaban con una voz cavernosa. Otros se retorcían. La gran mayoría tenían las manos entrelazadas en la espalda, con los dedos haciendo la pata de cabra. Otros iban inclinados hacia adelante y se meneaban. Esto es un fenomenal lavado de cerebro. Un severo caso de psicosis colectiva. No me gusta que le mientan a la gente. Uno se proclamaba el Exú de la Muerte. Otro, la Bomba Gira das Almas y caminaba como una mujer. Ninguno de esos demonios existe. Me hacían llorar de la risa. No podía parar de reírme.

Continuará...

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