El cana le clava el
caño de la pistola en la nuca. Se le hunde apenas la carne. Siente el frío de
esa presión. Tiene los brazos sobre la cabeza. Es de noche, la oscuridad está rasgada
por la luz de una luna creciente. Cincuenta metros a su espalda dos patrulleros
tienen las luces apagadas desde que estacionaron ahí. Lo que él puede ver,
robándole claridad a la noche, es el basural que conoce de memoria. Un terreno
baldío, con el pasto alto lleno de los deshechos que la gente tira. La vía de
acceso o salida a la villa donde vive. Su
barrio se extiende detrás de los patrulleros lo bastante lejos como para que
nadie pueda venir a darle una mano.
Sabe que es el fin. Se
lo advirtieron: no es gratis dejar de laburar para la policía. No se
resignó. Ahora el caño en la nuca le
dice que los otros tenían razón. Te lo dije Chino, le diría el Turco si
estuviera ahí. Más que hablar, el Turco,
los cagaría a tiros a estos dos, piensa. Pero está solo, y el frío del
caño presiona, apenas un poquito más.
Cuando siente la insistencia
del caño se tira al piso a la vez que empuja a el cana. En un segundo se
encuentra arrastrándose hacia adelante, se para y corre salta algunos restos de
basura que se le interponen en el camino. Cuando corre escucha los gritos, las
puteadas, vení acá cagón, negro hijo de puta. Suenan dos tiros, no sabe si son
al aire o lo tienen cercado y le están errando a su cuerpo. Le duelen las
piernas pero no para. Tiene que llegar a la ruta al otro lado del basural. Si
llega se salva.
Mientras corre piensa
en la nena, empieza primer grado. Y aunque lo sorprenda lo que más lamenta es
no estar ahí para llevarla. Si la cosa sale bien y se escapa se va a tener que
guardar. Y si la cosa no sale… prefiere no pensarlo. Está agitado. Llega al
esqueleto de un auto abandonado hace tanto tiempo que ahí jugó de chico y se
juntó más grande con los pibes. Se mete
adentro, calcula que unos minutos tiene. Está flaco y siempre fue un buen
corredor. No había modo que el Turco le ganase una carrera. Iban de la casilla
del Chino a la de la Vieja Sara justo a la otra punta del pasillo. Nunca pudo
ganarle, hasta que se cansó. En la cancha era al revés. El Turco es un crack.
Tiene unos minutos, al menos, los patrulleros no pueden entrar al basurero,
imposible circular entre los montículos de mugre. Si quieren ir por él sólo les
queda correr. Eso le da una ventaja, un pequeño margen por donde soñar una
salida.
Pensó que si se
cambiaba de zona iba a poder cortarse solo. Estaba muy mal. No había encontrado
nada. Ni changas con José en la obra, ni de limpieza en los avisos que
encontraba en los diarios. Intentó en un par de entrevistas para laburar de
operario pero vivir en una villa es un ancla muy pesada. No declarar domicilio
no es una alternativa. Los gritos de Mariana se le clavaban en el pecho que sos
un pelotudo, que no cambias más, que la nena empieza las clases y no tiene una
mierda para ponerse, que está harta de comer de fiado y que la almacenera la
cague a puteadas cada vez que la ve. Él había apretado los puños, no quería gritarle,
no quería volver a pasar por eso, los gritos, los empujones, los llantos. Salió
y la dejó hablando sola en el punto justo en que los gritos pasaban a ser lágrimas.
Continuará...
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