Cuando empecé a dar clases
en la Universidad de Morón, tuve que mudarme a esa ciudad para estar cerca. Frecuenté
páginas de Internet e inmobiliarias, hasta que me ofrecieron una casa por un
precio muy bajo, pues estaban esperando venderla. El hecho de que en cualquier
momento podían pedirme que me vaya, me eximió de pagar impuestos y el depósito
fue de carácter simbólico. La casa era bastante grande para mí solo; dos
habitaciones, un baño, un living-comedor respetable y un patio angosto donde
había un pequeño jardín con varias plantitas coloridas. Lo que más me gustó fue
que estaba amueblada como en los años 50, con espejos enmarcados, un sofá cama
de cuero y sillas de forma graciosa. En la inmobiliaria me dijeron que la dueña
había muerto hacía dos años y que recientemente se había resuelto la sucesión y
que los herederos querían venderla para repartirse la plata; pero por la
situación del país este trámite podía demorarse un tiempo. En los placares
había sábanas viejas y trastos que nadie había querido, pero esto no me molestó
pues yo tenía muy pocas cosas. Hice un hueco para mis ropas y compartí el
espacio con enaguas, vestidos floreados y zapatos gastados. En el baño encontré
una dentadura que envolví asqueado en papel higiénico y guardé en un rincón del
armario. Sin embargo, la cocina me regaló platos, cubiertos y ollas; era casi
como si me hubiera mudado a la casa de la abuela que nunca tuve, mientras ella
estaba de vacaciones. También encontré una tostadora y una licuadora que funcionaban
perfectamente. Mi primera mañana allí desayuné pan tostado con licuado de
banana y me sentí en casa. Poco a poco fui consiguiéndome más cosas: una radio,
una computadora, un televisor. Me compré ropa para parecer formal en mis
clases, por lo que tuve que hacer espacio en los placares. Bajo unas frazadas
apareció un bastón plateado, con las gomas corroídas y el mango de madera. Un
bastón de vieja. También encontré un sombrero de jardinero, con evidente uso
pero que calzó perfectamente en mi cabeza. Por las mañanas, antes de ir a
trabajar, regaba el jardín con el sombrero de la muerta en la cabeza, y por las
noches preparaba mis clases caminando por el living con el bastón en la mano,
que iba haciendo resonar contra el piso y la mesa para ayudarme a pensar.
En la facultad conocí a
una profesora nueva como yo. Era jefa de trabajos prácticos de la cátedra que
venía luego de la mía, así que me la cruzaba mientras ordenaba mis cosas para
retirarme. Al salir del aula, solía estar parada al lado de la puerta, con
numerosas carpetas en la mano. Era una mujer menuda, de unos 30 años, flaca y
agachaba la cabeza cuando yo salía. Un día me planté ante ella y la saludé.
Levantó su rostro hacia mí y resultó hermoso. Se lo dije y sonrió. Luego de
saludarla un par de veces más, le propuse salir. Me mostró el anillo en la mano
derecha y sonrió. Sin embargo, luego de invitarla un par de veces más, aceptó
tomarse un café conmigo en una cafetería fuera de la facultad. Se volvió
costumbre. Hablábamos de cosas que no recuerdo ni me interesaban, pues yo solo
quería comérmela. Cuando me estaba explicando alguna cosa la besé. Ella aceptó
el beso por unos segundos, pero luego me apartó con su ya familiar sonrisa de
cortesía. Después del cuarto o quinto beso, muy similares al primero, no me
rechazó. Pero su lengua cálida se mantuvo pegada al paladar, aunque yo la
empujaba con la mía y le mordía la boca. Yendo así las cosas, aceptó ir a mi
casa una tarde en que debía haber jornada universitaria o algo así.
Tomamos café en el patio y cuando fue al baño
la esperé en la puerta para meterle mano. Me rechazó con una sonrisa de
cortesía. No obstante, trasladamos el café al sofá. Pegué mis muslos contra los
suyos y sorbí mi café lentamente, mientras el silencio crecía envolviéndonos
como una bóveda. Ella miraba atentamente hacia la puerta de salida. Entonces le
dije al oído que la deseaba. Ella se paró y me dijo que tenía que irse, que
estábamos haciendo algo malo, lo peor, pero la abracé y comencé a besarle el
cuello, el pelo, la boca, la apreté contra mí. Su cuerpo cedió a mi fuerza y
escuché que sollozaba. La cargué como una novia y la deposité en la cama. La
desvestí como en las películas románticas, cuidando no dañar un botón ni
arrugar la tela, y le iba diciendo bobadas para relajarla. Cuando le saqué la
blusa, noté su cara bañada en lágrimas. Pero el intenso aroma de su cuerpo pudo
más y le desprendí el corpiño y se lo saqué. Apenas pude entreverle las tetas
pues se las cubrió con las manos. Para desprenderle la pollera, la volteé boca
abajo, mientras le besaba la espalda. Sentí un poco de vergüenza, como si la
estuviera violando, pero en rigor ella no me estaba rechazando, sino que solo
no colaboraba con efusividad. Le saqué la bombacha y la volteé de nuevo
boca arriba, pero ella se tapó el pubis con la mano. Ya no sollozaba, sino que
sonreía, y su risa era de esas que me pedían amablemente que no insista en mis
tonterías. Acerqué mi boca a la suya y
le dije que quería metérsela desde que la vi por primera vez. Sonrió otra vez,
pero aflojó los brazos y liberó sus tetas y su sexo. El olor de su cuerpo me
emborrachó, el sabor de su boca me extravió al punto de no notar que ella
aceptaba todo de mí pero no se movía, así que luego de besarle los pezones y
meterle la mano entre las piernas, sentí que estaba sobre un maniquí, o una
muñeca inflable. Le pregunté si quería que pare, pero solo sonrió, como quien no
tiene nada que decir. Haciendo palanca con una de mis piernas, abrí las suyas y
descendí hasta su ombligo, cargué uno de sus muslos sobre mis hombros y la lamí
y chupé, hasta que sus jugos me empaparon la cara y su clítoris se hinchó como
el pistilo de una flor entregándose al colibrí, pero no me acariciaba la
cabeza, ni gemía, ni hacía nada de las cosas usuales en estos casos. Seguía
como una muñeca. Le besé la cara para untarla de ella misma, a ver si así
despertaba, pero no hubo caso: solo cuando llegaba a su boca movía un poco los
labios para recibirme, pero con la lengua dormida. Entonces, para evitar
estresarme, la puse boca abajo y traté de metérsela por atrás, pero mi erección
era cosa del pasado. Le puse la pija en una de sus manos y comencé a
masturbarme con ella, pero sin éxito. Me avergoncé y quise que se fuera, pero
en lugar de pedírselo busqué un cigarrillo en la mesa de luz. Ella me preguntó
si me pasaba algo, pero me limité a encender el cigarrillo. Recostó la cabeza
contra mi pecho y me beso la mejilla. Se acurrucó contra mí. Me sentía muy
frustrado y furioso. La aparté para buscar un cenicero y no manchar la cama, y
al abrir el cajón tras el cenicero, se escuchó un golpe metálico contra el piso
y ella se sobresaltó. Se dio vuelta, tapándose las tetas. Me miró asustada y
luego miró el piso. Encontró el bastón de la muerta. Me preguntó qué era eso. Extendí
el brazo y agarré el bastón. Lo alcé arriba de mí, le miré la cara a ella y
sentí el impulso de partírsela a bastonazos, pero antes de que lo haga ella me
lo sacó de las manos.
Continuará...
Continuará...
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