viernes, 21 de octubre de 2016

La señorita Cora - MELINA CHERRO - Villa Martelli

1

Otra vez lo mismo —pensó Cora—. Las risas y burlas de los chicos en el patio de la escuela y el llanto agudo y ensordecedor de Morena. Hacía unos pocos meses que la nena se había incorporado —justo después de las vacaciones de invierno— y desde entonces la escena era algo habitual en el recreo. Esta vez habían encerrado a Morena en el baño y mientras le cantaban una canción burlona, a través de la puerta cerrada, Cora podía escuchar a la nena que gritaba. Parece un rugido —pensaba Cora— como si fuera una fiera enjaulada. Y mientras escuchaba y pensaba se mantenía a un lado del patio, por alguna razón no lograba interceder y terminar así con las burlas y los rugidos.

Cora era maestra hacía más de diez años y nunca había visto a una nena así. Las primeras semanas pensó que era una de esas nenas problemáticas con una familia difícil: un padre abandónico y una madre sumisa y silenciosa. Morena era delgada y pequeña, muy pequeña para su edad. Su andar era cansino con esas piernitas flacas que parecían rebotar en el piso. Pero lo peor, pensaba la señorita Cora, eran sus ojos. Tan oscuros que cuando los miraba sentía que se caía adentro de ellos.

Cada vez que Morena quería decirle algo, se le acercaba tan despacio que Cora no se daba cuenta de que ella estaba a su lado, hasta que giraba la cabeza y se encontraba con esos enormes ojos oscuros, redondos y profundos. Y esa voz, ese susurro ininteligible.

— ¿Cómo?—le preguntaba Cora— no te escuché.

Y otra vez el murmullo, esa voz suave que era casi un balbuceo del que apenas podía distinguir alguna que otra palabra. Nunca conseguía ayudarla. Cora no lograba entender lo que Morena le decía. Nunca. Entendía palabras sueltas, palabras que era imposible que sean pronunciadas por una nena de esa edad. A Cora le daba escalofríos recordar esa pequeña boca susurrando en su oreja, pronunciando algunas de esas palabras. La escuchaba y tardaba en reaccionar porque, de pronto, sentía que se perdía adentro de esos enormes ojos negros. Se veía reflejada en esos dos espejos ovalados, dejándose caer infinitamente en una espiral interminable.

Cora levantaba la vista intentando encontrar en los otros niños una mirada cómplice, alguna que se ofrezca a ayudarla. Pero ninguno quería estar cerca de Morena.

—Siempre hay un raro —pensaba— siempre algún chico o chica que nadie quiere. Debería hablar con la madre, sí eso. Debería hablar con la madre.

Pero los días pasaban y Cora empezó a acostumbrarse a la caída en espiral adentro de los oscuros ojos de Morena. No habló con la madre.



2

Cora estaba casada hacía ya muchos años con Julián. No habían tenido hijos porque los dos trabajaban arduamente y nunca parecía ser el momento adecuado, sin embargo se amaban mucho. Cuando Cora le habló a Julián —que también era maestro pero en otra escuela— de Morena, le recomendó que consulte con la psicopedagoga. Y Cora decidió no hablar más del tema.

Algunas semanas después Julián sintió que Cora estaba distinta, algo en ella estaba cambiando, pero no podía decir exactamente qué era. Cora se quedaba durante horas, extraviada, mirando por la ventana; a veces de su boca parecía salir un murmullo indescifrable y sus ojos, sus ojos estaban cada día más oscuros y entristecidos.

— ¿Cora? ¿Estás bien? —le preguntaba cuando la veía caer en esos trances.

— Sí, sí. Sólo pensaba —le respondía Cora con apenas un susurro.

Julián empezó a inquietarse porque los trances de Cora eran cada vez más largos y además había empezado a soñar. Bueno, todos soñamos —se consolaba Julián— pero pocos sueñan con tanta intensidad.

Y se volvía a preocupar.

— Son sueños de madera y agua, de tierra y sangre —pensaba Julián tratando de entender los sueños alterados que hacían gritar a Cora por las noches, pero que por la mañana parecían olvidados. Julián la abrazaba intentando calmarla, pero el cuerpo rígido de su mujer lo expulsaba y Julián volvía a pensar en la madera y en la tierra intentando ponerle imagen a los gritos de Cora.

Una tarde Cora volvió con el delantal manchado de sangre. Julián la interrogó preocupado.

— ¿Qué te pasó?

— ¿Con qué? —preguntó Cora casi balbuceando.

— Tenés sangre en la mano.

Julián tomó el puño de su mujer y enrolló la manga hacia arriba, pero no encontró ninguna herida. Cora lo miraba sin entender, como si la mancha no estuviera allí. El hombre acarició las manos de su mujer intentando descubrir que era lo que había sucedido, el rostro de Cora empalideció, dos oscuros surcos se habían dibujado debajo de sus ojos que se habían empañado.

— Son mis sueños, Julián, siempre son mis sueños —dijo Cora.

Más tarde, mientras Cora dormía una siesta afiebrada, Julián miró nuevamente la mancha en la manga del delantal y pensó que tal vez la sangre no era de ella.

Continuará...

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