lunes, 10 de octubre de 2016

Siesta de JUAN JOSÉ BURZI - Lanús Oeste


Oprime el sol a la ciudad con su luz recta y terrible; 
la arena resplandece y el mar espejea.
Tímidamente se rinde el mundo asombrado y duerme bajo la siesta, 
siesta que es una especie de muerte saboreada en que el dormido,
despierto a media, disfruta los placeres de su abatimiento.
Charles Baudelaire “La hermosa Dorotea” 


En la casa todo es silencio. Deja la cama y va hasta a la cocina. Camina descalzo, la frescura del piso encerado lo hace sentir bien. Repasa mentalmente cada paso; primero el talón, después la parte inferior del arco del pie, por último los dedos.
Llega a la cocina, a esa hora del día es el lugar más iluminado de la casa, la ventana que da al patio no tiene ni siquiera cortinas. Vidrio, reja, y entre ellos, un mosquitero. Se acerca a la puerta a medio abrir que está a un costado de la mesa. Con cuidado la empuja y se asoma. La habitación está en penumbras, apenas distingue dos bultos en la cama. Son sus padres. Uno de ellos ronca suave y acompasadamente. El otro sonido que oye es el del ventilador de pie. Todo en el ventilador es hipnótico: La forma en que la parte superior va y viene de lado a lado como un vigía mudo, la especie de ronroneo que se desprende de las aletas de metal cuando gira y gira... Se lamenta por no tener uno así en su pieza.
Observa una vez más a sus padres y retrocede un paso, volviendo a dejar la puerta como estaba antes. De nuevo en la cocina, mira por la ventana que está justo sobre las hornallas y la mesada. En el patio interior de la casa no hay movimiento. El piso es una combinación simétrica de baldosas negras y blancas, como un tablero de ajedrez. Sobre ellas se dibuja en forma irregular la sombra que hace la parra. En algunos sectores puede inclusive identificar la forma de una hoja, o de algún racimo de uvas. En otros, en cambio, nada se interpone al golpe del sol. Junto a eso, el sonido de las chicharras, anunciando más calor. Cada tanto puede oír algún pájaro, pero predominan las chicharras.
Es entonces que él se siente resguardado de ese infierno, descalzo y en la casa, que siempre estaba fresca, o al menos así la sentía cuando por la ventana lo alcanzaban las imágenes y los sonidos del calor. El silencio acentúa esa sensación, el silencio y el ronroneo tenue del ventilador que escapa de la pieza de sus padres.
La bocina del heladero lo sobresalta. Deja la cocina y atraviesa el comedor con cierta prisa. Corre la cortina y espía la calle por entre las hendijas de la persiana. La bicicleta está en el límite de su campo de visión. Lo mejor de comprar helados no es, como se puede suponer, el helado, sino el momento en que el vendedor abre la heladera que lleva sobre la rueda de la bicicleta. Entonces él puede acercarse un poco más y ver el vapor frío que sale de los helados, todos encimados, y también percibe ese olor a frío y a frutas, algo tenue, indefinido.
La bicicleta desaparece completamente de su vista, pero él sigue espiando la calle, solo, en penumbras, en el comedor.
Le atrae la calle a esa hora. Los vecinos están en sus casas o en sus trabajos, el almacén de la esquina no abre hasta las cuatro... el barrio parece desierto, olvidado; solamente algún colectivo que pasa cada tanto.
Sus padres, que sabían que él se negaba a dormir la siesta, le habían advertido sobre no escaparse a la calle a esas horas, le habían contado del Hombre de la Bolsa y de la Solapa. El Hombre de la Bolsa era fácil de imaginar, un viejo con barba tupida y blanca, mal vestido y sucio, con una bolsa arpillera en el hombro, donde guardaba chicos muertos. A la Solapa la imaginaba distinta, como a una especie de cráneo con poca piel y con pelo largo, con brazos en forma de tentáculos, sin dedos; un monstruo que se movía con torpeza, pero que resultaba inevitable y mortal. Pero eso no era lo peor. Un día la abuela le había contado sobre los demonios de la siesta. Le había dicho que eran muchos, que allá en la provincia se llevaban a los chicos que encontraban en la calle... no sabía por qué, pero esos demonios le causaban más miedo que los otros personajes.
Un mediodía del verano anterior, a pesar de las advertencias, había salido a la vereda a esperar al heladero...

Continuará... 

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