Oprime el sol a la ciudad con su luz recta y terrible;
la arena resplandece y el mar espejea.
Tímidamente se rinde el mundo asombrado y duerme bajo la siesta,
siesta que es una especie de muerte saboreada en que el dormido,
despierto a media, disfruta los placeres de su abatimiento.
Charles Baudelaire “La hermosa Dorotea”
En la casa
todo es silencio. Deja la cama y va hasta a la cocina. Camina descalzo, la
frescura del piso encerado lo hace sentir bien. Repasa mentalmente cada paso;
primero el talón, después la parte inferior del arco del pie, por último los
dedos.
Llega a la
cocina, a esa hora del día es el lugar más iluminado de la casa, la ventana que
da al patio no tiene ni siquiera cortinas. Vidrio, reja, y entre ellos, un
mosquitero. Se acerca a la puerta a medio abrir que está a un costado de la
mesa. Con cuidado la empuja y se asoma. La habitación está en penumbras, apenas
distingue dos bultos en la cama. Son sus padres. Uno de ellos ronca suave y
acompasadamente. El otro sonido que oye es el del ventilador de pie. Todo en el
ventilador es hipnótico: La forma en que la parte superior va y viene de lado a
lado como un vigía mudo, la especie de ronroneo que se desprende de las aletas
de metal cuando gira y gira... Se lamenta por no tener uno así en su pieza.
Observa una vez
más a sus padres y retrocede un paso, volviendo a dejar la puerta como estaba
antes. De nuevo en la cocina, mira por la ventana que está justo sobre las
hornallas y la mesada. En el patio interior de la casa no hay movimiento. El
piso es una combinación simétrica de baldosas negras y blancas, como un tablero
de ajedrez. Sobre ellas se dibuja en forma irregular la sombra que hace la
parra. En algunos sectores puede inclusive identificar la forma de una hoja, o
de algún racimo de uvas. En otros, en cambio, nada se interpone al golpe del
sol. Junto a eso, el sonido de las chicharras, anunciando más calor. Cada tanto
puede oír algún pájaro, pero predominan las chicharras.
Es entonces que
él se siente resguardado de ese infierno, descalzo y en la casa, que siempre
estaba fresca, o al menos así la sentía cuando por la ventana lo alcanzaban las
imágenes y los sonidos del calor. El silencio acentúa esa sensación, el
silencio y el ronroneo tenue del ventilador que escapa de la pieza de sus
padres.
La bocina del
heladero lo sobresalta. Deja la cocina y atraviesa el comedor con cierta prisa.
Corre la cortina y espía la calle por entre las hendijas de la persiana. La
bicicleta está en el límite de su campo de visión. Lo mejor de comprar helados
no es, como se puede suponer, el helado, sino el momento en que el vendedor
abre la heladera que lleva sobre la rueda de la bicicleta. Entonces él puede
acercarse un poco más y ver el vapor frío que sale de los helados, todos
encimados, y también percibe ese olor a frío y a frutas, algo tenue,
indefinido.
La bicicleta
desaparece completamente de su vista, pero él sigue espiando la calle, solo, en
penumbras, en el comedor.
Le atrae la
calle a esa hora. Los vecinos están en sus casas o en sus trabajos, el almacén
de la esquina no abre hasta las cuatro... el barrio parece desierto, olvidado;
solamente algún colectivo que pasa cada tanto.
Sus padres, que
sabían que él se negaba a dormir la siesta, le habían advertido sobre no
escaparse a la calle a esas horas, le habían contado del Hombre de la Bolsa y de la Solapa. El Hombre de la Bolsa era fácil de imaginar,
un viejo con barba tupida y blanca, mal vestido y sucio, con una bolsa
arpillera en el hombro, donde guardaba chicos muertos. A la Solapa la imaginaba distinta,
como a una especie de cráneo con poca piel y con pelo largo, con brazos en
forma de tentáculos, sin dedos; un monstruo que se movía con torpeza, pero que
resultaba inevitable y mortal. Pero eso no era lo peor. Un día la abuela le
había contado sobre los demonios de la siesta. Le había dicho que eran muchos,
que allá en la provincia se llevaban a los chicos que encontraban en la
calle... no sabía por qué, pero esos demonios le causaban más miedo que los
otros personajes.
Un mediodía del verano anterior, a pesar de las advertencias, había
salido a la vereda a esperar al heladero...Continuará...
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