Puse ese aviso en la página porque era gratis y porque quería
confirmarle a mi psicóloga que yo tenía razón. No esperaba que alguien
respondiera. Pero siempre hay alguien del otro lado que tiene una desesperación
más inmensa que la propia y una computadora más rápida.
Yo sé que tengo razón, aunque mi psicóloga no lo quiera
comprender. Me pasa lo mismo desde los dieciséis años y ya voy promediando la
treintena. No es un accidente o una casualidad, no. Tengo razón. Y, sin tener
nada mejor qué hacer, opté por convertir esa razón en algo más grande.
Rodrigo me llamó a tres días de publicado el anuncio. Vivía
en Lomas de Zamora, a escasos quince minutos de colectivo de casa. Yo no tenía
pensado ni precio ni plazo; tuve que improvisar.
Me instalé en su casa, a media cuadra de Frías, en diagonal a
la estación de servicio, y comencé el procedimiento. Rodrigo intentó comentarme
detalles sobre su caso pero yo no necesitaba saber nada. Bastaba con dar una
ojeada alrededor para entenderlo todo. En definitiva, él no era más que una
variedad de lo mismo, un tono ligeramente más opaco del exacto color que
ostentaban los anteriores.
El procedimiento era de una simpleza sorprendente. No incluía
ni máquinas ni pociones, ni invocaciones ni otra gente ni rituales extraños. Sencillamente
bastaba con ser yo y con ser él, con comportarnos como haría cualquier pareja
normal.
Nos pusimos en acción de inmediato, apenas acomodé algunas
mudas de ropa en sus cajones, mi cepillo de dientes y la medicación para las
alergias. Fue sencillísimo: a las pocas horas de conocernos ya todo se sentía
como en una pareja con cinco años de antigüedad, lo cual hizo más sencillo el
proceso de transformación para Rodrigo.
En los siguientes días salimos a caminar por la calle de la
mano, nos dimos piquitos sin sentimiento por la mañana, tuvimos sexo mecánico y
dormimos espalda contra espalda, escapando del mal aliento, de las pestañas, de
los cabellos, de las manos, de todas las banalidades del amor.
Fuimos a cenas con amigos de él y amigos míos. Pasamos por
casa de mi vieja, visitamos a su abuela en el geriátrico. Contamos anécdotas
propias y ajenas, evitando mirarnos a los ojos, ostentando la ficción con tan
poca pasión, que se volvió convincente.
La quinta noche que pasamos juntos, ya no tuvo ganas. Intentó, pero la actividad le salió sin vida y sin corazón.
La noche siguiente directamente pasó de largo sin darle
importancia, como si su instrumento fuese un objeto decorativo.
Continuará...
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