miércoles, 12 de octubre de 2016

Esbirra - FLOR CANOSA - Lomas de Zamora

Puse ese aviso en la página porque era gratis y porque quería confirmarle a mi psicóloga que yo tenía razón. No esperaba que alguien respondiera. Pero siempre hay alguien del otro lado que tiene una desesperación más inmensa que la propia y una computadora más rápida.

Yo sé que tengo razón, aunque mi psicóloga no lo quiera comprender. Me pasa lo mismo desde los dieciséis años y ya voy promediando la treintena. No es un accidente o una casualidad, no. Tengo razón. Y, sin tener nada mejor qué hacer, opté por convertir esa razón en algo más grande.

Rodrigo me llamó a tres días de publicado el anuncio. Vivía en Lomas de Zamora, a escasos quince minutos de colectivo de casa. Yo no tenía pensado ni precio ni plazo; tuve que improvisar.

Me instalé en su casa, a media cuadra de Frías, en diagonal a la estación de servicio, y comencé el procedimiento. Rodrigo intentó comentarme detalles sobre su caso pero yo no necesitaba saber nada. Bastaba con dar una ojeada alrededor para entenderlo todo. En definitiva, él no era más que una variedad de lo mismo, un tono ligeramente más opaco del exacto color que ostentaban los anteriores.

El procedimiento era de una simpleza sorprendente. No incluía ni máquinas ni pociones, ni invocaciones ni otra gente ni rituales extraños. Sencillamente bastaba con ser yo y con ser él, con comportarnos como haría cualquier pareja normal.

Nos pusimos en acción de inmediato, apenas acomodé algunas mudas de ropa en sus cajones, mi cepillo de dientes y la medicación para las alergias. Fue sencillísimo: a las pocas horas de conocernos ya todo se sentía como en una pareja con cinco años de antigüedad, lo cual hizo más sencillo el proceso de transformación para Rodrigo.

En los siguientes días salimos a caminar por la calle de la mano, nos dimos piquitos sin sentimiento por la mañana, tuvimos sexo mecánico y dormimos espalda contra espalda, escapando del mal aliento, de las pestañas, de los cabellos, de las manos, de todas las banalidades del amor.

Fuimos a cenas con amigos de él y amigos míos. Pasamos por casa de mi vieja, visitamos a su abuela en el geriátrico. Contamos anécdotas propias y ajenas, evitando mirarnos a los ojos, ostentando la ficción con tan poca pasión, que se volvió convincente.

La quinta noche que pasamos  juntos, ya no tuvo ganas. Intentó, pero la actividad le salió sin vida y sin corazón.

La noche siguiente directamente pasó de largo sin darle importancia, como si su instrumento fuese un objeto decorativo.

Siete días fue el plazo prometido.



Continuará...

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