Las palmas de mis manos queman. Estrujo sábana y
frazada con inusitada fuerza. Siento cada músculo tensionarse, siento las
pupilas dilatarse y gotas de sudor brotándome del cuerpo. Debajo, desde el
borde inferior de la cama al que mis pies nunca llegaron, ella está igual de
alerta pero no aterrada. —Planta de mierda—, pienso. Por una milésima de
segundo dirijo mi mirada hacia la ventana de la habitación. La perra ovejera destruyó
el mosquitero a mordiscones. Del otro lado de la ventana, del mosquitero roto,
del patio y de la pared lindera, la musa
paradisíaca observa bajo la luz de la luna. Brilla arrogantemente pálida,
altiva, victoriosa. Siento una leve presión sobre el dedo gordo de mi pie
derecho. Vuelvo a mirar y ella, alerta, me devuelve la mirada. Se queda quieta.
Mis músculos comienzan a petrificarse y las manos a entumecerse. —Otra noche
así, ni en pedo—, me digo como si la voz rotunda de mi vieja se apoderara de
mis pensamientos. Unas dos o tres semanas atrás, con mi hermano mayor habíamos
pasado la noche en la casa mis abuelos. Solíamos ir los fines de semana y aprovechábamos
para andar en bicicleta, ir a la cancha a ver a Talleres de Escalada, tomar
helado hasta reventar y dejarnos malcriar sin culpas. Nos quedábamos el sábado
y nuestro viejo nos pasaba a buscar el domingo a la noche para volver a Lugano,
donde vivíamos encerrados en una de las torres que se ubican en el centro del
complejo de monoblocks. Ir a la casa de mis abuelos era ir a la libertad. Aquella
noche una visita similar me mantuvo en vilo hasta la mañana siguiente. —Vos
quedáte mirándola. Si se mueve, me avisás —dijo mi hermano harto de lidiar con
mis fobias infantiles. Y cumplí a rajatabla. Y ella nunca se movió. Pero no
esta noche. Esta noche estoy prácticamente sola, mis abuelos duermen al otro
lado de la casa y ella no se queda quieta. Acaba de subir lentamente hasta mis
rodillas, como si estuviera gozando la situación que sin dudas domina.
Continuará...
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