El último recuerdo
que tengo de Vicente Caldera es algo difuso, pero creo que es lo
suficientemente útil a la lógica del relato que me propongo construir.
Todavía me es
difícil precisar quién y cómo era Vicente en aquella última entrevista que le
hice en su casa de Isidro Casanova. Llegué obedeciendo a su indicación de
presentarme pasado el mediodía, no fuera cosa que, según dijo, me diera un
ataque de hambre y que a causa de su pobreza, distracción o impericia, acabara
muriéndome ahí nomás, como se mueren las moscas (estas eran muchas, muchísimas,
y él las presentaba como las alegrías del hogar, aunque de tanto en tanto se
les diera por morirse cayendo en plena mesa, café con leche o plato de sopa).
Lo suyo no era falta de hospitalidad. Era lo que llaman estilo de vida. A
prueba de esto, apenas me recibe hace un saludo al estilo oriental llevando su
cabeza a la altura de las rodillas y me ofrece un trago verdoso que venía
tomando. Al principio me negué, pero Vicente me atravesó con una mirada tal que
comprendí enseguida. Agarré el vaso e ingerí su contenido con movimiento raudo.
Hasta ahí Vicente,
el Vicente alto, flaco y desgarbado en su cotidiano aspecto de planta muerta.
De ahí en adelante pasó a ser muebles, sombras y notas desenfrenadas de un
disco de Slayer que sonaba como si viniera desde las entrañas de la tierra.
Aprovechó la ocasión para mezclar anécdotas, confundirme con otras personas -en
más de una ocasión llegó a decirme mamá- y moverse como si en cualquier
instante se le diera por salir volando.
Me aferré a las
preguntas que tenía apuntadas como para obtener una línea, una punta de hilo
que me permitiera comprender sus idas y venidas. Por supuesto, Vicente no hizo
caso a ninguna de ellas, o bien, las aprovechó para desviarse y darle a mis
preguntas un sentido completamente inédito. Me preguntaba dónde había estado
todos estos años que no me había podido ver, y cuando yo atinaba a ensayar una
respuesta ya me convertía en otro. Así, en un instante, pasé a ser Rolo, el
baterista del power trío que le había dado su fama.
Ante su necesidad
de cambiar de ambiente salimos y caminamos sin rumbo ni noción del tiempo.
Amanecí, desnudo y en un lugar extraño; a mi lado, tendida, una mujer que debía
ser una fisicoculturista. Me incorporé cegado, la sacudí con un pie, recorrí su
cara hincándola con una rama y me fui de súbito sin saber si estaba muerta.
Era esto, como
suele decirse, un gaje del oficio. Uno jamás podía adivinar en qué derivaría un
encuentro con Vicente. Siempre se tenía la sensación de estar en lo más pleno y
azaroso. Si pretendía obtener de ello un material valioso, era mejor que no me
importara nada. Las más de las veces, empero, las cosas se extraviaban en una
vorágine catastrófica. Considerando esto me ponía a inventar. Qué más podía
hacer. Estaba sujeto a una fuerza que me dominaba, y no pensaba hacer gran cosa
para ofrecer resistencia. No sabía si acabaría mi entrevista en una celda y con
un par de dientes menos. Ni siquiera podía estar seguro de salir con vida.
Mi primer encuentro
con él fue en el otoño de 1990. En ese tiempo yo estaba en la escuela de
periodismo e intentaba a duras penas tocar el bajo en una banda punk que había
formado con amigos. Nuestro mayor logro hasta entonces era haber sido
convocados para el festival “Humanos chotos”, donde se congregaban las bandas
más importantes del género. Un auténtico Woodstock de mutantes, mutilados y
chicas que exhibían carne picada adherida al cuerpo como quien un collar de
lujo. El festival se pretendía clandestino, y era ya un ritual que su
conclusión fuera abrupta y a las corridas frente a grupos de uniformados que
agitaban el aire con sus garrotes mientras nos dirigían miradas entre rabiosas
y cómplices. Ellos parecían saber que para el punk de entonces la marca de un
palazo en la espalda era tan glamorosa como una cresta sostenida a base de
plasticola o una campera gastada con un gargajo en la solapa.
A la tarde noche de
ese día estaríamos tocando frente a una multitud. Cargábamos los instrumentos
en el Torino de Beto, nuestro guitarrista manco. Procurábamos juntar piedras,
botellas, cadenas o cualquier otro elemento contundente que sirviera para
lastimar. Yo, en tanto, cargaba pilas a un grabador de mano y registraba el
momento convencido de que ese día iba a quedar para la historia. Es entonces
cuando Beto me dice que apague el grabador, que un amigo nos quería conocer
antes de ir a vernos. Fue la primera vez que vi a Vicente en persona.
Al principio lo
escruté sin el menor asombro. Lo único que me llamaba la atención de él era un
olor a neoprene que impregnaba el ambiente toda vez que abría la boca. Luego,
por cierto gesto producido, recordé haberlo visto en algún afiche. Era, por
esos días, frontman de Chango y Los de Hielo, una banda satírica que alternaba
ritmos de rock fáciles y pegadizos con letras inextricables que analizaban
filosóficamente las cosas más sencillas de la vida. Recordé una canción cuyo
estribillo decía algo así como que la posibilidad ontológica nunca podía ser
apriorística, sino que era una dialéctica originada a partir del contacto e
intercambio empírico con la otredad. Eso mismo en un tema que hablaba sobre
tomar birra en una esquina.
Consciente de estar
ante una celebridad incipiente, me sobrevino impetuosamente la vocación
periodística y encendí el grabador. Vicente me miró fijo unos dos o tres
segundos, carraspeó provocándome la inmensa expectativa de que iba a decir algo
trascendente que valdría la pena registrar y me espetó, duro como una roca, un:
“Andate a la concha de tu madre.” Yo quedé impávido, como si de repente un
viento me hubiera hecho volar el alma.
Continuará...
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