Me
encontraba yo en un bar de La Matanza, en la zona del segundo cordón. Pero no
se trataba de uno de esos típicos bares «aporteñados» que abundan en Lomas del
Mirador o San Justo, sino más bien de un copetín al paso, con parrilla en la
vereda, unas pocas mesas y la infaltable barra, donde la clientela casi toda
masculina bebía tinto barato de damajuana.
Las
mujeres que pasaban por el lugar lucían acostumbradas a frecuentar ese
ambiente; eran atractivas y libres de los prejuicios que puede haber en la
capital y el primer cordón. En una época en que la situación económica solía
ser determinante para conseguir pareja, en esa periferia de clase media-baja
parecía existir un resquicio en el cual no hiciera falta tener auto y pagar una
cena en un buen restaurante para estar bien acompañado. De alguna manera,
funcionaba esa zona como el último refugio para la gente que intentaba
disfrutar con poco: el chori, el tinto, la minita… La frontera imaginaria, surcada
por el Camino de Cintura, separaba dos realidades muy diferentes.
Yo me
hallaba entre esos dos mundos: por un lado, como miradorense en particular,
pertenecía al primer cordón; pero por otro lado, como matancero en general,
tenía curiosidad por conocer esa “verdadera” Matanza que nunca había llegado a
explorar plenamente; aunque comparado con otros vecinos míos, podía
considerarme un erudito en temas matanceros, ya que con algunos amigos había
realizado una serie de «tours» de iniciación en el pasado. Sabía de recorrer
las calles de Rafael Castillo, Laferrere, Catán, hasta Oro Verde, de día y de
noche. Y como dije antes, encontraba cierto encanto en esa geografía, en la
cual no necesitaba fingir para aparentar ser más de lo que en realidad era. Soy
una persona de ciudad, me encanta ir al centro de Buenos Aires, pero de vez en
cuando, bajar hacia fuera y abandonar aunque más no sea durante unas cuantas
horas esa simulación de la clase media, resulta gratificante para mí.
Allí
estaba yo, en una mesa cercana a la puerta, bebiendo ese mismo tinto, cuando
ingresó una mujer al local.
—Disculpen.
¿No han visto a Jorge, mi marido?
—¿Quién?
—preguntó un cliente, ya bastante entonado.
—Jorge.
Es uno morocho, flaco…
La
mujer siguió describiendo a su marido, mientras el hombre que había preguntado
miraba a los demás, esperando que alguien supiera lo que él ignoraba.
—Por
acá no vino, señora —dijo por fin el cantinero.
—Hace
dos días que no va a casa —comentó preocupada ella.
Eso
provocó algunas risas contenidas, apenas audibles.
—Acá
también, hace dos días que no viene —confirmó el cantinero.
La
mujer salió resignada, con esa facilidad que tiene la gente humilde para
asimilar los golpes de la vida; costumbre debe ser. Detrás de ella la siguió la
moza, una trigueña con calzas y musculosa.
Ya en
la vereda, le habló en privado; aunque yo desde mi ubicación más próxima pude
oír todo.
—Señora,
su marido se fue con otra: una pendeja que anda siempre por acá.
—¿Estás
segura?
—Sí,
todos lo saben. Ellos no le dicen nada porque están cubriendo al amigo, no
quieren quedar como buchones.
—¿De
eso se reían?
—Y…
sí.
—¿Sabés
donde puedo encontrarlo, para hablar?
—No,
pero conozco a alguien que puede hacer que vuelva con usted.
—¿Cómo?
—Mi
hermana es parapsicóloga, hace “trabajos” de retorno de parejas. No cobra caro,
y le puede pagar cuando pueda.
—¿Y
eso cómo es?
—Necesita
el nombre, la fecha de nacimiento, una foto y una prenda. Con eso vuelve más
tardar en nueve días.
La
mujer engañada aceptó el servicio que le ofrecía la moza. Después, ésta llamó a
su hermana desde un celular para arreglar una cita, y anotó algo en un papel
que entregó a la señora.
—¿Qué
le dijiste? —la paró en seco el cantinero ni bien entró.
—Nada.
Le di una dirección, por un asunto.
—¿No
le habrás dicho algo del marido, no? Yo acá no quiero quilombos: soy ciego,
sordo y mudo.
—Está
bien —ensayó la moza como toda respuesta.
Terminado ese
episodio, seguimos bebiendo sin problemas.Continuará...
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