Me paso planificando cosas que me saquen de esta rutina que me aburre, me abruma, me muestra lo poco que logré y lo mucho que me falta. Dentro de esta cotidianidad, a veces soy feliz. Pocas veces. Con estimulantes acordes a una chica bien como yo. Infeliz. Insoportablemente consentida.
Por
eso, mi cabeza no para de maquinar escenarios que me llenen de
adrenalina. Ya no me genera ninguna sensación ni mi carrera, ni la
San Andrés, ni las salidas con las chicas de hockey, ni los chicos
del Olivos Rugby Club, las fiestas electrónicas, los VIP de los
boliches de moda, la ropa, los viajes, los garches pasajeros o mi
novio ideal que mamá adora.
Vivo en un estadio que va de la
tristeza al cansancio, al bajón, a la insatisfacción permanente. De
todos modos, esta es mi vida y no la voy a cambiar. Es cómoda,
puedo mantener las apariencias. Por eso soy una buscadora incansable de una realidad paralela, llena de escenarios y situaciones border
tan extremas que podrían espantar a cualquiera. Sí, me gusta la
sensación de quemarme con fuego, de que todo se vaya a la mierda. No
soportaría terminar en la mediocridad del te de los domingos y la rutina
de mi semana. No, no voy a hundirme en la tristeza y los clonazepan
como mi madre. ¿Contradictoria? Sí, también. La monotonía de mi vida
llena de abundancia y caprichos consentidos me hace activar.
Pienso,
planifico, elaboro un plan, una obra.
Lo
tengo.
Me
subo al Mini Cooper. Me voy hasta Puente Saavedra, a una «saladita»
en una galería que destila grasa. Ya está. Ya tengo el vestuario
para mi personaje de esta noche. Antes de volver, paso por un
Farmacity.
Llego
a casa, estoy sola como siempre. Ni siquiera la paraguaya que limpia
está hoy. Le tocó franco.
Me
baño y uso el Plusbelle que me compré y el Impulse berreta. Me
calzo los jeans. Son tan apretados que no puedo ni respirar. Me pongo
la musculosa violeta de modal casi tan ajustada como el pantalón. Me
hago EL peinado. El toque final son los brochecitos de plástico
ordinarios de colores. Me miro al espejo. Me gusto, me siento
sensual, soy una perra. Ya no es de Mecha la silueta voluptuosa que
se refleja. Esta es «la Yesi».
Llego
a la estación Acasusso del Tren Mitre. La gente comienza a mirarme.
Esta chica no pertenece a este lugar. Primer objetivo cumplido.
Me
siento al lado de un viejo pajero que no deja de mirarme las tetas.
Lo dejo. Me bajo un poco más aun el escote.
Me
levanto y miro las estaciones del recorrido del tren, esas que no
pertenecen a la Zona Norte acomodada. Carupá, Victoria, Béccar.
Virreyes es la que elijo.
A
las once de la noche ya estoy caminando por un boulevar oscuro como
boca de lobo. «Boca de lobo, ojalá me coma» pienso
mientras voy a paso lento. Siento miedo y es eso lo que me hace
seguir, lo que me genera una adrenalina que sube por mi cuerpo y hace
que mis mejillas hiervan.
Miro
hacia la vereda de enfrente y veo un boliche onda bailanta, lleno de
chicos y chicas de esos que se ven en Policías en Acción.
Cruzo
el boulevar y encaro a un grupo de pibes que están sentados en la
vereda con una botella de plástico cortada a la mitad, llena de un
líquido oscuro que puede ser Fernet. O tal vez vino. O vaya a saber
qué, no importa. Atrevida, le digo al que tiene el trago en la mano:
—¿Me convidás?
—Obvio,
amiga —responde amablemente— ¿Estás manija? Tomá lo que
quieras —me dice con una mirada encantadora, dulce y
desorbitada.
Sin
dejar de mirarme fijamente, invita:
—Sentate, colorada. Tomá, ¿querés un bartulo?
No tengo idea de qué es ese trago ni la
pastilla celeste que tomo sin dudar. Claramente, esto no es de
diseño, de esas que conozco bien y ya me aburrieron. Esta tiene una
forma diferente.
El
miedo es cada vez mayor. Estoy en un estado de exaltación por la
mezcla de lo que ingerí, el lugar, la noche y mi personaje. Todavía
tengo dudas si se comieron el cuento de la turra colorada, pero ya
estoy jugada.
El
flaco me codea y me dice:
—Tranqui, está todo piola. Vamos a
entrar re puestos a Tiburón.
La adrenalina que tenía cuando
cruzaba el boulevar no me dejó ver el enorme cartel luminoso, de
neón, con el nombre de lugar.
De
repente, me agarra la mano y me da una bolsita verde de
supermercado, con una moneda. Esto si se que es. Merca. Ni me
preguntó si quería, lo dio por sentado. Nunca había tomado así,
con una moneda, ni en la calle. Siempre lo hice snob y cool. El plan
está funcionando perfectamente.
El Piru", así le dicen a mi nuevo amigo, me invita a
alejarnos del grupo. Y termina cogiéndome en el costado de las vías
del tren, yo con los pantalones bajos, el culo en la mugre del pasto,
los dos calientes y locos.
En
un segundo, se incorpora y me dice «guarda con esos que vienen
ahí». Miro hacia mi derecha y veo a esa patota de cuatro o
cinco tipos que venían derecho a nosotros, gritando algo que no se
entendía.
Como
un rayo, el pibe se levanta y saca no sé de donde un cuchillo. Un Tramontina, sin dudas.Esto ya no me gusta. ¿O sí? Sí, me gusta.
Continuará...
(En papel)
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