viernes, 23 de septiembre de 2016

Te denuncio todo de GUSTAVO GRAZIOLI - Aldo Bonzi

Bajé la marcha a cuarenta kilómetros cuando entré al barrio de Aldo Bonzi, por ese boulevard que te recibe con un cartel que dice «pueblo verde». Por la ventanilla se ven caballos dispersos en parcelas alambradas que recrean un escenario bucólico; si hay sol la postal luce mucho mejor. El avance de los segundos queda estéril, la amenaza del apocalipsis se reduce a cero. El cuore descansa de las constantes amenazas de quedarse suspendido en los andamiajes del stress. Acá estoy, llegué antenoche y estoy cuidándole la casa a un amigo que se tuvo que ir de urgencia a España a ver su madre. A la mañana mirando el diario (que al parecer lo recibe todos los días) mientras desayunaba, leí la mejor noticias de todas, la que ningún lector de este diario se esperaría porque la tildarían de bizarra. «El caso de Mudo deja boquiabierto a medio pueblo de Aldo Bonzi», decía en letra grande y negrita. No entendía de quien estaban hablando pero parecía ser algo fuera de lo común. Según la noticia había una persona habitando este barrio al que acusaban de portar una «deformidad moral» porque todas la noches intentaba tener relaciones con una estufa o más específicamente con los barrotes que recubría el saliente tuvo de calor de una estufa. Solo me salió fruncir las cejas ni bien leí la noticia completa y terminé de darle el último sorbo a un frío café con leche, ya pensando en dejar todo acomodado.      
En ese rato que me llevó limpiar la cocina y lavar una taza, escuché que un montón de voces hablaban de alguien. Me di cuenta por donde venía la mano y salí a tratar que alguien me explicara qué era lo que estaba pasando, pero todos andaban atentos a la manada de móviles de televisión que habían llegado. «¿Alguien conoce donde vive Enrique Mudo?», preguntó un tipo de traje y con un micrófono en la mano. Casi todos los vecinos que estaban reunidos contestaron a coro el nombre de una calle y se posicionaron detrás del periodista camino hacia allá. Cualquiera se hubiese imaginado que era un asesino por como lo buscaban; paraban en todos los negocios para preguntar si lo habían visto salir de su casa, etc. «Es un tipo que no habla con nadie y después de las nueve de la noche sale a andar en bicicleta», aproximaba Herminia del otro lado del mostrador de su negocio, mientras dos cámaras le apuntaban directo a la cara con una luz artificial. «Ah y es sordo», agregó al final. Hablaban todos a la vez, buscando el ojo central de esas cámaras y a los empujones se disputaban el mejor lugar para mandar un saludo. Según otro vecino, que tenía una montañita de saliva espesa en su labio inferior,  todo empezó hace una semana. Relata que lo vio sentado, como casi todas las noches, en un sobrante de construcción que quedó en la pared del kiosco de regalos y que en una de esas al asomarse por la ventana fue cuando lo pescó penetrando una especie de tubo por donde se concentra el calor de la estufa al estar prendida. «Estaba dale que dale el depravado este. Salí con un palo a reventarlo, me vio venir y todo, pero siguió en la suya. En ese cruce de miradas vi que tenía la cara llena de placer y los ojos como si estuviese muerto», comentaba, indignado, a uno de los cronistas con las cámaras encima. Después todos amontonados gritaban a las cámaras, como si lo tuviesen enfrente, que lo iban a matar por pajero. Cuatro de esos vecinos que reclamaban por seguridad ante esta persona, se definían como los denunciantes de las redes sociales y dejaban su página de Facebook para aquellos usuarios que desearan hacer alguna acusación de algo. «Este es el momento justo para hablar y buchonear a los hijos de puta. Sí, escucharon bien, dije buchonear. Hay que denunciar y filmar con los celulares todo lo que sea necesario. A este pajerito ya lo vamos agarrar», gritaba una mujer, mirando fijo a las cámaras.

Continuará...

(En papel)

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