Bajé la marcha a cuarenta kilómetros cuando entré al
barrio de Aldo Bonzi, por ese boulevard que te recibe con un cartel que dice «pueblo
verde». Por la ventanilla se ven caballos dispersos en parcelas alambradas que recrean
un escenario bucólico; si hay sol la postal luce mucho mejor. El avance de los
segundos queda estéril, la amenaza del apocalipsis se reduce a cero. El cuore
descansa de las constantes amenazas de quedarse suspendido en los andamiajes
del stress. Acá estoy, llegué antenoche y estoy cuidándole la casa a un amigo
que se tuvo que ir de urgencia a España a ver su madre. A la mañana mirando el
diario (que al parecer lo recibe todos los días) mientras desayunaba, leí la
mejor noticias de todas, la que ningún lector de este diario se esperaría
porque la tildarían de bizarra. «El caso de Mudo deja boquiabierto a medio
pueblo de Aldo Bonzi», decía en letra grande y negrita. No entendía de quien estaban
hablando pero parecía ser algo fuera de lo común. Según la noticia había una
persona habitando este barrio al que acusaban de portar una «deformidad moral»
porque todas la noches intentaba tener relaciones con una estufa o más
específicamente con los barrotes que recubría el saliente tuvo de calor de una
estufa. Solo me salió fruncir las cejas ni bien leí la noticia completa y terminé
de darle el último sorbo a un frío café con leche, ya pensando en dejar todo
acomodado.
En ese rato que me llevó
limpiar la cocina y lavar una taza, escuché que un montón de voces hablaban de
alguien. Me di cuenta por donde venía la mano y salí a tratar que alguien me
explicara qué era lo que estaba pasando, pero todos andaban atentos a la manada
de móviles de televisión que habían llegado. «¿Alguien conoce donde vive Enrique
Mudo?», preguntó un tipo de traje y con un micrófono en la mano. Casi todos los
vecinos que estaban reunidos contestaron a coro el nombre de una calle y se
posicionaron detrás del periodista camino hacia allá. Cualquiera se hubiese
imaginado que era un asesino por como lo buscaban; paraban en todos los
negocios para preguntar si lo habían visto salir de su casa, etc. «Es un tipo
que no habla con nadie y después de las nueve de la noche sale a andar en
bicicleta», aproximaba Herminia del otro lado del mostrador de su negocio,
mientras dos cámaras le apuntaban directo a la cara con una luz artificial. «Ah
y es sordo», agregó al final. Hablaban todos a la vez, buscando el ojo central
de esas cámaras y a los empujones se disputaban el mejor lugar para mandar un
saludo. Según otro vecino, que tenía una montañita de saliva espesa en su labio
inferior, todo empezó hace una semana.
Relata que lo vio sentado, como casi todas las noches, en un sobrante de
construcción que quedó en la pared del kiosco de regalos y que en una de esas
al asomarse por la ventana fue cuando lo pescó penetrando una especie de tubo
por donde se concentra el calor de la estufa al estar prendida. «Estaba dale
que dale el depravado este. Salí con un palo a reventarlo, me vio venir y todo,
pero siguió en la suya. En ese cruce de miradas vi que tenía la cara llena de
placer y los ojos como si estuviese muerto», comentaba, indignado, a uno de los
cronistas con las cámaras encima. Después todos amontonados gritaban a las
cámaras, como si lo tuviesen enfrente, que lo iban a matar por pajero. Cuatro
de esos vecinos que reclamaban por seguridad ante esta persona, se definían
como los denunciantes de las redes sociales y dejaban su página de Facebook
para aquellos usuarios que desearan hacer alguna acusación de algo. «Este es el
momento justo para hablar y buchonear a los hijos de puta. Sí, escucharon bien,
dije buchonear. Hay que denunciar y filmar con los celulares todo lo que sea
necesario. A este pajerito ya lo vamos agarrar», gritaba una mujer, mirando
fijo a las cámaras.Continuará...
(En papel)
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