Dejó su Ford doble cabina en el estacionamiento del
mercadito barrial, a un par de cuadras de la avenida. Cruzó y buscó un parche
oscuro entre dos reflectores, trepó el paredón y, al caer del otro lado, rodó y
se escondió entre los arbustos. La noche era silenciosa y clara como una
laguna. Caminó entre el follaje; casi todo el trayecto estaría cubierto por las
hileras de árboles y arbustos que, estratégicamente, había colocado el
paisajista para dividir los lotes. Por momentos escuchaba las radios de los
guardias que pasaban cerca, en sus carritos de golf, unos cuatriciclos techados
y ridículos que, llegado el caso, no lo alcanzarían jamás.
La casa que buscaba era un enorme cubo sobre otro cubo
y enormes ventanas. La iluminación exterior aumentaba su frialdad con unos
focos blancos que acentuaban los vértices y la doble altura. Clemente se
dirigió sin titubear hacia una pared lateral de la casa, la que daba al este.
Allí había una puerta corrediza que separaba el lavadero. Clemente se deslizó
hacia el interior, cuidando de dejar una rendija abierta para facilitar la
salida.
Los ruidos provenían del piso de arriba. Germán y Jenny,
evidentemente, no habían agotado «el elixir de la novedad», como lo llamaba
Clemente. Por cierto que era un trabajo para el Cupido Negro, pensó, mientras
tomaba un pequeño sorbo del vino que los amantes habían dejado abierto. Al
terminar, limpió minuciosamente la copa con un trapo; el sonido empezaba a
amainar. Finalmente, a las 03:25 se apagaron las luces y los gemidos. A las
03:55, Clemente subió las escaleras, caminó hacia el lado oeste del piso
superior de la casa y se dirigió al fondo, hacia la última puerta. Entró al
dormitorio y esperó a que sus ojos se ajustaran a la penumbra, lo cual le
resultó muy fácil porque los tórtolos, en su apuro, no habían bajado los black-out, ni cerrado las cortinas de
los regios ventanales.
Jennifer yacía boca abajo, apoyada ligeramente sobre
su cadera derecha, y su pierna izquierda y brazo izquierdo estaban flexionados.
Germán dormía en posición fetal, de espaldas a ella. Quería decirle tantas
cosas, Clemente a Germán, explicarle cómo un hombre ha de comportarse en la
vida, las verdades fundamentales de este mundo, los principios del amor y todo
eso. Germán dormía en posición fetal pero su expresión no era plácida, sino
atribulada, como un niño asustado. Clemente sintió el impulso de tomarlo bajo
su brazo, como una paloma haría con su cría, apretarlo contra sí mismo y
decirle que todo iba a estar bien. Germán frunció un poco el ceño y emitió un
ronquidito, Jennifer giró la cabeza en su dirección, todo sucedió tan rápido.
Ella alcanzó a gritar, pero sólo un poco, porque estaba dormida y desconcertada
y en consecuencia su voz tuvo menos reflejos que la mente. Germán empezó a
abrir los ojos, Clemente lo golpeó para atontarlo, ganar tiempo, Jennifer había
saltado de la cama y corría hacia la puerta, Clemente la persiguió y la empujó,
tumbándola al piso, en una pelea enmudecida por la alfombra y por el terror.
Clemente había alcanzado a agarrarla de las piernas y ahora escalaba el cuerpo de
la jovencita, pero Jenny aún tenía los brazos y manos libres y se aferró al
pasamontañas, pasó un auto y con esa ráfaga de luz quedaron cara a cara, ella y
Cupido desenmascarado. Germán le dio un golpe a Clemente, quien soltó a la
chica y se abalanzó sobre él.
—Jenny… —atinó a decir Germán, pero enseguida se lo
tragó una pelea cuerpo a cuerpo.
Ella salió corriendo con el pasamontaña en la mano,
desnuda como una ninfa.
Clemente contuvo su irritación —nada estaba saliendo
de acuerdo al plan—, alcanzó a Germán con el puño de lleno en la sien, y cuando
estuvo noqueado se trabó sobre él y lo asfixió. Una vez inconsciente, lo ató a
la cama, lo anestesió y procedió a separarle el miembro, como había solicitado
el cliente. Lo colocó en una bolsa hermética con hielo picado, y a la mochila.
Revisó con la mirada y la memoria toda la habitación y, antes de irse, echó un
último vistazo a Germán: recordó su expresión de niño asustado y decidió
brindarle una generosa dosis extra de morfina porque, ante todo, él era un
siervo del amor.
La caminata de regreso le sirvió para calmarse, aunque
el sol amenazaba con traicionarlo de un momento a otro. Clemente apuró el paso
y finalmente se puso a trotar, alcanzando el muro justo al alba. Este trabajo estaba
terminado pero no estaba completo: la chica, naturalmente, tendría que morir.
Fragmento de la
novela (inédita) «Dulce Jenny», de Florencia Benson.
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