lunes, 19 de septiembre de 2016

La abeja en el country de JANICE WINKLER - Esteban Echeverría

Mis padres viven en Canning, partido de Esteban Echeverría. Para que la gente se ubique, los he oído decir Ezeiza, pero en realidad no es. Su casa fue una de las tres primeras en construirse en uno de los primeros countries que hoy conforman la llamada, precisamente, zona de. Pero cuando la construyeron, la casa era un punto perdido en el yuyerío. El atardecer no se veía con sus franjas rosadas en el horizonte. El atardecer nos tapaba como una ola gigante, maremoto. Y después, tenía que cerrar los ojos, frunciendo toda la cara, para no ver la boca de lobo que contaba con la casa como única fuente de iluminación, desde que se escondía el sol hasta que volvía a despertarse. Recuerdo las arañas peludas que, decía papá, siempre venían de a dos y que si se mataba a una, la otra podría vengarse. Se me vienen en stop motion las imágenes de la urbanización. Las casas que se empezaron a erigir como lápidas que escupe la tierra. Se me vienen los perros sueltos y, de golpe, el enrejado —que hoy cuenta con descarga eléctrica— y, más adelante en el futuro que fue mi pasado, los guardias de seguridad que con sus botas cortaban el frío de la noche y nos cuidaban. Pero yo le preguntaba a mamá si había cerrado bien con llave, aunque no se estilaba, ni se estila aún; no tenía miedo de que entraran ladrones, los que me hacían subir el frío por la columna eran los guardias. También, con el tiempo, mis padres se hicieron amigos. Algunos tenían hijos, que jugaban conmigo, que me acompañaban en la colecta de bichos bolita y la crianza de ranas bebé. A la casa íbamos solo los fines de semana, de viernes a domingo. En un punto había un tren que hacía de corte a la ruta y al auto se acercaban hombres con cajas de cartón repletas de turrones o alfajores. Papá siempre me compraba algo y le daba un pilón de billetes al vendedor. De día el juego era alargar las horas de claridad, que no llegara la noche, que a las arañas no iba a poder distinguir, que los perros ladraban más fuerte, que los guardias. Muy pocas noches salíamos. Había uno o dos restaurantes en Monte Grande, donde hoy se construyen edificios con pisos de cemento alisado y amenities. En esa época, en mi infancia, no estaba el cine ni el gran supermercado ni la pollería ni más de una farmacia. En esa época, las luces las ponían los autos. Y entonces, recuerdo, cuando yo tenía once o doce años, una noche, salimos con mis padres y una pareja de amigos con sus dos hijos, todos en nuestro auto que era largo largo, y de pronto, incrustados en la ruta, escuchamos estallidos. No era Navidad ni había cosa que festejar. Dijeron todos  «son tiros». Papá hizo luces y ahí vimos unas figuras humanas, hombres creo y sí, quedamos en medio de un cruce de fuego. Yo iba adelante, a upa del amigo y él dijo «cuerpo a tierra», abrió la puerta y caímos los dos: lo último que recuerdo de esa noche. Después fue empezar de cero y seguir aprendiendo, pero de otra forma, absorbiendo las palabras de los demás. Siempre se aprende, en cualquier plano. Observar, observar y observar. Oír, prestar la oreja. La idea de que uno se queda para siempre en la edad de la última foto es errónea.

Continuará...
(En papel)

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