jueves, 8 de septiembre de 2016

#Domingo de DAMIÁN QUILLICI - Don Torcuato



Si hacemos un poco de silencio, todavía se puede escuchar un lamento tormentoso en aquella esquina de Don Torcuato. Se habían conocido en la primaria, en una precaria escuela pública de las tantas que abundan en zona norte. Karen era hija de un matrimonio clase media que en plena crisis 2001 tuvo que vender el fondo de comercio de un local de comidas rápidas, era la menor de la familia, con dos hermanos mayores, remiseros ambos. Karen era una hermosa y simpática guacha rubia, un cuerpo digno de modelar, ojos azules, y popular en Facebook. Rocío era casi todo lo contrario, morocha, muy flaquita, de familia clase baja, había perdido a su papá cuando apenas cumplió 13 años. La madre trabajaba limpiando casas en San Isidro. Lo que había comenzado como un juego aquella noche en un cumple de 15, con los años se había vuelto normal. Karen había tenido su primera vez sexual con Marquitos, un pichón de maleante dos años mayor que ella, amigo de los hermanos. Rocio era hija única, por respeto a su padre y bajo la amenaza de su madre, nunca se le ocurrió ponerse a salir con alguien, menos con alguno de los pibes del barrio. Eran noches de previas, McDonalds, selfies, charlas hasta la madrugada, risas, mates, porro, Youtube. No había noche que no tuvieran contacto. Los lunes eran de ir a bailar a La Mónica y entre semana los clásicos miércoles de Quimelén, dos boliches ubicados en colectora, uno al lado del otro y al que ellas iban desde los 17 años. Se amaban mucho y ese tatuaje en sus tobillos lo inmortalizaba. La mamá de Rocío no lo soportaba, la echó de la casa que con mucho esfuerzo su padre construyó en aquel terreno baldío a metros de la ruta 202. Fue a parar a lo de su abuela en Los Polvorines. Fueron meses de no verse tan seguido con Karen, había dejado el baile de lado para trabajar de niñera. Fueron tiempos difíciles, eran dos jovencitas que se querían banda, que una vez se habían dado un beso jugando y con el tiempo los besos pasaron a ser cada vez más intensos ante la mirada descalificadora del entorno familiar. Al tiempo la mamá de Rocio la fue a buscar, pero grata sorpresa fue cuando vio que no estaba sola, sino con un tipo mucho menor que su madre que ya se había instalado en el hogar. Lo había conocido en un boliche para adultos, y en dos semanas se le instaló en la casa. El ahora flamante padrastro tenía un polémico prontuario, había estado un par de años cumpliendo condena por intento de asesinato en Campana. Un juez le había dado la transitoria y nunca más volvió ni siquiera a firmar papeles.
A los seis meses, y luego de ver a Rocío durmiendo con Karen, le hizo una propuesta más que indecente. Ya le había echado el ojo a Karen y alguna que otra vez la había piropeado, fantaseaba con una especie de trío con su hijastra y la amiga. A pesar de contarle que se venía sarpando con ella y Karen, su madre nunca le creyó.

La noche trágica de viernes fue lluviosa, Rocío volvía de madrugada después de una explosiva noche en un boliche de Escobar. Su padrastro, pasado de pastillas, necesitó de dos amigos más para semejante locura. La encontró un vecino de la cuadra; según la autopsia murió asfixiada con signos de violación y muchos golpes. Esa misma mañana los vecinos prendieron fuego la casa dónde ella vivía. Nadie vio ni escuchó nada, la madre entró en un cuadro de locura que no pudo asistir al velorio. Encontraron su celular a metros de dónde apareció su cuerpo. Todavía su Facebook sigue abierto y en su última foto de perfil junto a Karen tiene la frase escrita «nunca te olvides, quebrada, que siempre vas a ser mía».
Una historia de amor con final trágico como las que abundan en el Conurbano, porque hay que traerlas en el recuerdo siempre, aunque duelan. Cada esquina tiene una historia para contar. Si hacemos un poco de silencio...


#CrónicasMarginales

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